Con el título “Moñas proletarias”,
el periódico La Diaria, de
Montevideo, Uruguay, “lejos el mejor medio diario uruguayo”, como afirmé y sigo
afirmando, publicó este viernes 27 de junio una impecable columna de opinión,
no solamente futbolera, cuyo autor es Mauricio Bruno, el oriental piriapolense de la fotografía. ¡Un
gran abrazo para él! Aquí está:
Moñas proletarias
Con el tiempo salí del clóset y admití abiertamente que amaba
a Maradona. Era el mejor, el único, era todo lo que los demás no, la razón por
la cual no podía empatizar con los ídolos uruguayos, los Bengoechea o los
Francescoli, que en la comparación descarnada perdían sin remedio y que ya no
podía dejar de ver como tristes, viejos y baratos manuales de moralidad
pequeñoburguesa.
El Diego, en el acierto o en el error –la mayoría de las
veces en el error–, desbordaba verdad. Podía mandarse 200.000 cagadas, como
salir en un programa de televisión pasado de merca y tirarle a Pelé una de las
más famosas frases homofóbicas de la historia de los medios de comunicación, o
embarazar a una tana y declarar que el hijo era un bastardo y que él nunca se
iba a hacer cargo, o abrazarse un día con Menem y al otro con Fidel, y 199.997
etcéteras. Pero siempre me recordaba que, bajo todas las fórmulas sociales, los
rituales convencionales del correcto vivir, las costumbres santificadas por ese
medidor de moralidad que es el periodismo deportivo, había algo en el ser
humano, no sé bien qué, que podía ser verdadero.
Para cierto sentido común uruguayo, Maradona representaba y
representa todo aquello que decimos no ser: soberbios, tramposos,
conventilleros e intolerantes. Somos humildes, correctos, discretos y
tolerantes. Respetamos las reglas y solucionamos nuestras diferencias por medio
del diálogo y la negociación, no del insulto o la agresión, como los
argentinos, como Maradona. Todo eso se podía creer -y se puede seguir creyendo,
mal o bien esa imagen aún tiene muchísimos defensores- hasta que apareció Luis
Suárez.
Con Suárez, por fin, podemos ponernos del otro lado. Con
Suárez, la parte animal del hombre desbordando los mecanismos disciplinarios de
la sociedad occidental y cristiana empieza a ser más comprensible para
nosotros, tan correctos. Porque está con nosotros, podemos aprender que romper
las reglas es legítimo -acaso imprescindible- cuando está en juego algo más
importante que el juego mismo -eso fue la mano contra Ghana-, y no el gesto
artero de un delincuente, como tantos vimos el gol con la mano del Diego contra
los ingleses. Con Suárez podemos juzgar la doble moral de la máquina
medios-masa, que hoy pide su cabeza por una conducta cotidianamente tolerada en
el mundo del fútbol -no digo morder, que ¡oh!, eso sí es una chanchada, pero sí
cualquier otra que busque hacer entrar al rival, “porque el fúbol es para los
vivos”-, esa máquina que celebró la expulsión de Maradona del Mundial de
Estados Unidos porque se drogaba -¡qué mal ejemplo! ¡que sirva de
escarmiento!-, ésa que, como antes al Diego, hoy quiere cortarle las piernas al
Luis de la gente. Esa
prensa que, antes de Suárez, solíamos replicar como bobos.
Hay una imagen que siempre que la veo pienso que no es real.
Un niño flaquito, pobre, de pelo largo y medio negrito dice frente a la cámara
que sueña, cuando sea grande, jugar un mundial y ganarlo. Como si fuese un
moderno ejemplar de los Archivos del sueño obrero, ésos de los que habla
Jacques Rancière, una especie de infancia de los proletarios, el video muestra
a un ser humano de carne y hueso animándose a soñar con ser otra cosa que lo
que la inexorable ley de la vida, las cosas tal como son, le había destinado. A
diferencia de la gran mayoría de los casi anónimos obreros franceses del siglo
XIX que Rancière rescata, este cabecita negra lo logró, gracias al fútbol, y
algo como el poder, el statu quo, el orden normal de las cosas, o como quieran
llamarlo, nunca le perdonó a Maradona la osadía.
Quisiera decir que el enemigo de Suárez es él mismo, pero no
lo creo. Su enemigo es mucho menos digno, la contienda mucho menos épica. El
enemigo es la realidad, una máquina que come por inercia, un mercado que no
tiene hambre pero que no puede dejar de funcionar, un sistema de medios
orientado por el costo-beneficio que necesita “instalar temas” para el consumo
popular.
Cuando escribo esto no sé si lo han sancionado o no. Pase lo
que pase, no puedo dejar de alegrarme un poquito viendo cómo se construye un
puente, aunque sea invisible, con nuestros siempre detestados hermanos argentinos.
Porque con Suárez, por fin, nos podemos poner en el lugar del pobre que sueña
con ser otra cosa, y no en el del mediocre que desea un fracaso para no tener
que ver, en la osadía del otro, el espejo de su propia cobardía.
http://ladiaria.com.uy/articulo/2014/6/monas-proletarias/
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