Vistas de página en total

sábado, 14 de febrero de 2015

Argentinos de buena fe. Dossier marcha del 18 de febrero


Hay continuidades en el devenir de los pueblos, de los países, de sus paisanos. A nosotros nos importan las continuidades éticas y sus consecuentes expresiones de identidad, de acción. Muerto en Argentina un fiscal, Alberto Nisman, otro, Gerardo Pollicita ha tomado su ‘legado’ y, si el juez da lugar a ello, imputará a la Presidenta, a uno de sus ministros, a un diputado y otras personas: es decir, les atribuirá las responsabilidades de hechos malos para la sociedad argentina (de hechos reprobables). Si esos hechos no se probaran reales científica y fehacientemente el nuevo fiscal que alzó el guerrero estandarte de ciertos barones de la prensa y la desestabilización democrática caerá él mismo en una situación delictuosa: la falsa denuncia y la calumnia. De ello no seremos responsables las personas de buena fe, rectitud y honradez. Lo serán él y otros, a quienes entre todos les dimos educación, empleo, salarios y negocios.

Dentro de pocos días una mediana multitud de personas por avaricias o torpezas personales y de clase social marcharán reclamando, aún en sordina, que se fracture la democracia argentina: será el próximo 18 de febrero, consecuencia del pernicioso fifty-fifty (véase la entrada “Fifty-fifty no es lo mejor”, del 5 de octubre de 2014).

Por todo lo expuesto ahora presentamos en dossier las historias y opiniones de una abuela y dos de sus nietos que pertenecen a la legión de las argentinas y argentinos de buena fe que no hubieran participado ni participarán de la marcha del 18: Laura Bonaparte (fallecida madre de Plaza de Mayo, Línea Fundadora), Hugo Roberto Saidon (Ginzberg, en sus documentos) y Julián Bruschtein (periodista, como su padre, Luis). G.E.

1- «Las desapariciones, una atrocidad que la razón no procesa.» «Las madres, cuando buscan a sus hijos, en realidad esperan no hallarlos, porque encontrar sus huesos es un choque frontal con la brutalidad del genocidio.» Laura Bonaparte en una entrevista de Blanchee Petrich, en el diario La Jornada, de México, del 19 de diciembre de 20011


Tres mujeres, todas en sus sesentas, han secuestrado a un genocida en Argentina y lo tienen a su merced. Pueden hacer con él lo que quieran, sin pagar las consecuencias. Las tres tienen hijos desaparecidos. En diálogos agridulces planean cómo matar al tipo. ¿Ahorcarlo, apuñalarlo, un tiro limpio en la nuca? Miles de formas con las que, en la vida real, las madres de víctimas del genocidio han especulado muy en el fondo de sus secretos. Mientras deciden, charlan y discuten. Sin poderlo evitar, desembocan en una competencia sobre cuál de las tres lleva la carga de dolor más pesada. Eso también ocurre en la vida real.

Al final, las [protagonistas de] Tres buenas mujeres, representadas por tres grandes de la dramaturgia porteña, dejan que el genocida se vaya, “por cobarde y por cagón”. No tomaron venganza. Y estuvieron cerca de hacerse justicia. El público en el Teatro del Pueblo ríe y llora al mismo tiempo. La obra, escrita por la sicoanalista Laura Bonaparte, dirigente de Madres de la Plaza de Mayo - Línea Fundadora, ha sido descrita por el escritor Noé Jitrik como “iniciática” en el proceso de representar y expresar el drama de la historia reciente de Argentina, con el genocidio y la impunidad a cuestas, un cuarto de siglo después.

Laura Bonaparte es sobreviviente de una familia emblemática de ese pasado vivo. Ha viajado a México para estar presente, hoy a mediodía, frente al primer juzgado “B” en materia de amparo, donde se realizará la audiencia final del juicio de garantías promovido por el ex militar argentino Ricardo Miguel Cavallo, el ex director del Renave que resultó ser uno de los dirigentes del centro de exterminio que fuera la Escuela Superior Mecánica de la Armada, en Buenos Aires.

Detenido fortuitamente hace quince meses cuando intentaba huir de México, Cavallo enfrenta un pedido de extradición presentado por el juez español Baltasar Garzón para juzgarlo por los delitos de tortura, genocidio y terrorismo cometidos durante la dictadura, entre 1977 y 1982.

A partir de la diligencia de este miércoles, el juez Juan García Orozco podrá resolver de inmediato, o en un plazo hasta de tres meses, si le concede el amparo al militar o si procede su extradición a España.

Cuando Cavallo finalmente esté en el banquillo de los acusados en Madrid, empezará para la familia de Laura Bonaparte, y para miles como ella, la acción de la justicia que hasta ahora, veinticinco años después, aún les es denegada. “Y habrá que reconocer, entonces, que el presidente Vicente Fox tuvo un gran mérito en ello. Es importante que el mandatario mexicano sepa que si sus jueces hacen esta aportación a la ley universal humanitaria, demostrará al mundo que la justicia en su país sí vale. Que la justicia puede ser el espinazo de Dios... o del diablo.”

“Los grises son los desaparecidos”

Para facilitar el relato de la devastación de su familia, Laura se apoya en unas plantillas donde ha impreso su árbol genealógico mutilado. “Los grises son los desaparecidos”, advierte. En recuadros grises, en efecto, aparece Aidé Leonor Bruschtein Bonaparte [la Noni], su hija, quien fue desaparecida el 24 de diciembre de 1975 (antes del golpe militar), y su compañero Adrián Saidon, secuestrado dos meses después.

Noni estudiaba ciencias exactas y con su voz de mezzosoprano alfabetizaba en las ciudades perdidas mediante canciones y poemas de las revoluciones española y mexicana. Dos meses antes de ser capturada había parido al pequeño Hugo, quien al quedar sin padres fue adoptado por su hermana.

Los padres de la Noni, enterados de que su hija había muerto en manos de los militares que la capturaron y que les negaban la entrega del cuerpo, interpusieron una demanda penal en contra del Ejército. Santiago Bruschtein, postrado por un enfisema terminal, fue sacado una noche de su cama en junio de 1976 al grito de “¡judío, hijo de puta, quién sos vos para acusar al ejército!”. Desapareció.

En mayo de 1977 es allanada la casa de la segunda hija de Laura, Irene, quien además de adoptar a Hugo tenía una hija, Victoria. Ella y su marido, Mario Ginzberg, son desaparecidos. Ese mismo mes son detenidos-desaparecidos también un tercer hermano, Víctor Bruschtein, y su compañera, Jacinta Levi.

Laura Bonaparte, que en su profesión era vanguardia del sicoanálisis, que llevaba diez años prestando servicios hospitalarios, que tenía una familia grande, que impartía cátedra, quedó repentinamente sola. Ella y su único hijo sobreviviente, el periodista Luis Bruschtein, salen al exilio en México, con los nietos.

Osamentas y fosas comunes

En 1985 abandona México y regresa a Argentina decidida a enfrentar lo que pocas madres de desaparecidos se atreven: seguir hasta lo imposible el rastro de sus hijos. Cada hallazgo es un golpe terrible. Ya lo había experimentado cuando buscaba a Noni. Los militares se negaron a entregarle el cuerpo. A cambio, le ofrecieron las manos de su hija en un frasco con alcohol.

“Cuando una mujer pare, queda marcada no sólo en la conciencia, sino en el cuerpo. Y necesita confirmar esa maternidad a lo largo de toda su vida. Por eso la desaparición de los hijos es una atrocidad que la razón no procesa.” Por eso tomó el camino de buscar en osarios y fosas comunes, “para buscarlos donde estén. Y si las investigaciones antropológicas llegan a la identificación de un cuerpo, hay que dejar que nuestros hijos den su postrer testimonio. Darles el derecho de tener la última palabra”.

Especialista del consciente y el subconsciente, en otros momentos de su vida entró “a los vericuetos de la locura”. Laura Bonaparte reconoce que las madres, cuando buscan así a sus hijos, en realidad esperan no encontrarlos: “Porque encontrar sus huesos es un choque frontal con la brutalidad del genocidio. Y para ello hay que tener una estructura ideológica y moral muy fuerte. Por mucho que nos duela, como madres tenemos una relación interrumpida con ellos y un nunca más”.

Con todo, siguió esa ruta convencida de que si no hubiera sido por el hallazgo de las fosas nazis, los grandes criminales de la Segunda Guerra Mundial no hubieran ido a juicio en Nuremberg.

En aquellas fechas la revista Life, que entonces gozaba de influencia mundial, publicó un reportaje sobre el hallazgo de una fosa común en el cementerio de Avellaneda. La organización de Bonaparte exigió y logró por las vías legales una exhumación. Pidió en forma urgente la presencia de un antropólogo forense. Se inició así el trabajo antropológico que haría escuela en el continente.

Ni el derecho de bien morir

Sin embargo, en un principio esas presiones y diligencias en Avellaneda desembocaron en una macabra historia de horror y frustración. Abierta la fosa, lo único que se encontró fue un revoltijo de huesos y restos imposible de reconstruir. Solamente en el primer intento salieron 12 fémures y dos cráneos. Gracias a los testimonios de los sepultureros se pudo concluir que ahí enterraron a unas ochenta personas. Muchos de los cuerpos llegaron ya en estado de descomposición, cargados en camiones de volteo. Pero ese episodio sentó precedente en la lucha por el esclarecimiento de esos genocidios que aún hoy siguen marcando el paso en el esfuerzo por reconstruir la historia de Latinoamérica. Apenas ayer hubo una exhumación en Chile. Hace pocos meses, en Guatemala. A veces estas acciones dolorosas arrojan alguna luz a las familias y a la historia. Otras veces nada.

Poco después se supo de un hallazgo en el Club Cabañuelas, en La Plata, que era un sitio de reunión de paramilitares, los homicidas de la Triple A. Eran fotografías de una incineración de cadáveres. Gracias a esas fotografías atroces Laura pudo reconocer semicalcinado a su ex marido, Santiago, con un tiro de gracia. El matrimonio Gualdiero pudo ubicar ahí a su hija María del Carmen, secuestrada cuando tenía ocho meses de embarazo. Junto a ella, aún unido por el cordón umbilical, un bebé. Hasta la fecha no han recuperado los cuerpos, resguardados en un osario en Buenos Aires.

Laura Bonaparte tiene 76 años. Rosario Ibarra, 74. Muchas madres de desaparecidos se acercan al final del camino. Y algunas mueren sin el derecho natural de los progenitores de que los hijos les cierren los ojos. “Ni ese derecho nos dejaron, el derecho de bien morir.”

Así murió su amiga [René] Yoyi Epelbaum. A ella le desaparecieron a sus tres hijos. Murió sin entender, porque esta es una tragedia que no tiene explicación.

Ruptura en la Plaza de Mayo

La lucha de las Madres de Plaza de Mayo está cruzada por una ruptura en 1985, de la cual, insiste Laura, hay que hablar. Asegura que no hubo divergencias ideológicas con el grupo de Hebe Pastor de Bonafini, sino “un problema de dinero, de honestidad”.

Pero las organizaciones tienen posturas divergentes. Unas, las de Línea Fundadora, reclaman ir hasta el final en la investigación sobre el paradero de sus hijos, sea cual fuere la cruda verdad. Otras exigen aparición con vida. Para Bonaparte este es un reclamo que frena la investigación real. Al final, es una exigencia más cómoda para los militares.

Otra diferencia es la de las indemnizaciones. La organización de la señora Bonafini ha acusado al grupo de la señora Bonaparte de “haberse vendido” por haber aceptado la reparación económica. Esta última explica su criterio: “Luchamos porque se instaurara una indemnización, una renta vitalicia para los chicos de padres desaparecidos. Esto significó que el Estado se reconoció culpable y por lo tanto obligado a reparar el daño. Con ello se reconoce implícitamente que no hubo tal cosa como guerra sucia, sino asesinatos de personas que luchaban por un ideal. Así enterramos la teoría de los dos demonios, la versión oficial de la historia que responsabiliza por igual a víctimas y a victimarios, al ejército y a las organizaciones armadas”.


2- “Mi derecho a la identidad”, por Hugo Roberto Ginzberg, en Página/12 del 17 de agosto de 20142


El 2 de agosto depositamos en el mausoleo de los caídos en Monte Chingolo, del cementerio de Avellaneda, los restos de quien en vida fuera mi madre, Aída Leonora Bruschtein.

Mi vieja fue militante del PRT-ERP y tenía veinticuatro años cuando la asesinaron. Estaba a cargo de un grupo de doce personas en la periferia de lo que fue el asalto al cuartel. Ella y seis más habían logrado pasar el cerco del Ejército, pero en vez de retirarse ella volvió a buscar a sus compañeros y no pudo volver a salir. La capturaron y asesinaron el día siguiente, 24 de diciembre de 1975, en la víspera de Navidad.

Dos meses antes, el 21 de octubre de 1975, ella y su compañero Adrián Saidon habían tenido un hijo, yo, Hugo Roberto Saidon. Estaban clandestinos, perseguidos por el gobierno de Isabel Perón y López Rega, y nunca lograron tramitar mi partida de nacimiento. Sin embargo, a riesgo de su propia vida, anotaron en los registros del hospital, con sus verdaderos nombres, que ellos dos eran los padres de ese bebé buscado y deseado.

Los días posteriores al asesinato de mi mamá, mi abuela Laura Bonaparte fue a pedir información y reclamar el cuerpo de su hija. Le respondieron que el cuerpo acribillado estaba bajo secreto de sumario y le ofrecieron una mano en un frasco de formol. Ella y su ex marido, mi abuelo Santiago Bruschtein, iniciaron un juicio por asesinato a las Fuerzas Armadas.

El 24 de marzo de 1976 fue asesinado mi papá, Adrián Saidon, su cuerpo continúa desaparecido.

Me adoptaron mis tíos Irene Bruschtein y Mario Ginzberg, que me anotaron como hijo propio. No había muchas otras opciones en medio de la persecución. Tuve así mi primera partida de nacimiento, en la que fui inscripto como Hugo Roberto Ginzberg. Pasamos un año y medio juntos como familia, con ellos y mi prima hermana Victoria Ginzberg, hasta que un grupo de tareas del Ejército allanó la casa donde vivíamos. Victoria tenía casi tres años; yo, dos. Presenciamos el secuestro y nos dejaron en la casa de unos vecinos. Irene tenía veintiún años; Mario, veinticuatro, y creemos que fueron trasladados a Campo de Mayo. Continúan desaparecidos.

Mi abuelo Santiago Bruschtein, enfermo cardíaco, fue secuestrado de su casa en junio de 1976. La enfermera que lo cuidaba contó que los milicos le gritaban que “cómo un judío hijo de puta se atrevía a hacerle juicio al Ejército argentino”. Nunca nos entregaron el cuerpo. Muchos años después, aparecieron en algún archivo policial las fotos de un grupo de cadáveres incendiados en un predio de Cañuelas entre los cuales se reconoce la mitad del rostro de mi abuelo, preservado por la escarcha junto al cuerpo calcinado de una mujer con un avanzado embarazo.

Poco tiempo después fue secuestrado otro hermano de mi mamá, mi tío Víctor Bruschtein, junto a su compañera Jacinta Levi. Continúan desaparecidos.

En 1984, mi abuela Laura Bonaparte hizo la primera excavación en fosas comunes buscando identificar restos de desaparecidos, en el fondo del cementerio de Avellaneda, en una zona que era un basural y donde ella había investigado y sabía que estaban los cuerpos de aquella masacre. Hay una foto terrible, que fue tapa de la revista Life, y que en parte impulsó la conformación del Equipo Argentino de Antropología Forense.

Ese fondo del cementerio de Avellaneda se fue transformando con los años, primero con césped, después con un pequeño cantero. Mi abuela era una persona fuerte y alegre, trataba de no llorar delante de mí, excepto los 24 de diciembre, que era algo así como su día permitido de la mañana a la noche. Cuando vivíamos en Almagro se levantaba muy temprano para ir al mercado de flores que quedaba a unas cuadras, compraba dos docenas de claveles rojos, nos tomábamos el colectivo 24 y llegábamos al fondo del cementerio. En ese pedacito de césped íbamos dejando las flores para todos los compañeros y para mi vieja, nos sentábamos un rato y se acercaban siempre algunos vecinos del barrio a darle un beso y dejar también alguna flor. A veces, también alguien que había ido a visitar a sus seres queridos separaba una de su ramo y la acercaba al lugar donde los muertos no tenían derecho ni siquiera a un nombre.

Con los años y la tenacidad de algunos familiares, ese lugar se fue transformando. Hoy en ese baldío hay un mausoleo con un hermoso mural que rinde homenaje a los militantes asesinados. Los antropólogos hicieron su enorme y generoso trabajo identificando cada uno de los cuerpos mutilados y permitiendo que tengan al fin un lugar de descanso.

Los restos de mi mamá fueron identificados en parte con mi ADN. Pero cuando fui a realizar los trámites para poder llevarla al mausoleo, en el juzgado me contestaron que no podía porque no era el hijo, ya que mi DNI es el de Hugo Ginzberg. Mi tío Luis, el único familiar vivo de mi madre reconocido por el Estado, se ocupó de realizar los trámites.

En los ministerios tampoco me reconocen como hijo de Irene y Mario. Es razonable, primero porque es cierto y además porque mi expediente en la Conadi (Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad) en el que solicito al Estado que interceda institucionalmente ante la Justicia para recuperar mi verdadera identidad lleva ya dieciocho años de iniciado. Por alguna razón que no termino de entender, hay compañeros funcionarios que hacen y han hecho un gran trabajo en la búsqueda y recuperación de identidad de mucha gente, pero que consideran que no es importante en el caso de mi historia particular. La Justicia, además, parece que necesitara años y años para resolver lo evidente.

Mi acta de nacimiento se hizo bajo el peor gobierno de la historia reciente argentina, en medio de una terrible persecución y aniquilamiento familiar. El acta de nacimiento de mis dos hijas, Franca y Carmela, en medio del mejor gobierno y la mayor libertad de la historia reciente argentina. Pero, hasta ahora, ninguno de los tres tenemos derecho a nuestra verdadera identidad.

Mis viejos arriesgaron sus vidas el 21 de octubre de 1975 en un hospital de Avellaneda, dejando registro con sus verdaderos nombres. También se merecen que su hijo y sus nietas sean reconocidos como tales.

Este agosto, antes de ir al cementerio charlamos con Franca, mi hija de cinco años, sobre el ADN, porque treinta y ocho años después despedíamos a su abuela. Ella dejó en el lugar señalado con nombre y apellido un clavel rojo antes de cerrar el nicho y afuera un ramo que también era para los demás compañeros. En algún momento vamos a volver a charlar sobre ADN con ella y también con Carmela, cuando los tres llevemos con orgullo los apellidos que nos pertenecen, será en poco tiempo o será en otros treinta y ocho años, pero será.

Memoria. Verdad. Justicia.

3- “El fiscal y la muerte”, por Julián Bruschtein, en Página/12 del 14 de febrero de 20153


El único mérito que tiene la imputación de la Presidenta es que expone crudamente que la muerte del fiscal Nisman y su denuncia previa forman parte necesariamente de una operación contra el Gobierno. La decisión del fiscal Gerardo Pollicita es de carácter político, al igual que su denuncia contra la Presidenta y el canciller por encubrimiento, que no tiene ningún sostén judicial, que no se basa en ninguna prueba real, sólo en prejuicios y especulaciones que aluden a dichos de segundas y terceras personas que ni siquiera son funcionarios ni tienen ningún tipo de responsabilidad sobre la política exterior argentina o iraní. Pollicita fue directivo del club Boca Juniors junto con Mauricio Macri, pero aun si no tuviera este antecedente, a cualquier fiscal le hubiera costado resistir la fuerte presión que le puso la muerte de Nisman a su denuncia. La falta de pruebas fue reemplazada en este caso por la muerte violenta del denunciante. El gesto ético de rechazar la denuncia por falta de pruebas fue reemplazado por la decisión de darle lugar a pesar de su inconsistencia para sacarse de encima esa presión. También es cierto que si bien la imputación no tiene ningún efecto judicial, es de gran impacto político porque se trata de la Presidenta de la República. El fiscal Pollicita tomó esta medida el último día hábil antes de la marcha del 18.

En el dos más dos más grosero, la muerte del denunciante acusa al denunciado. Con esa especulación tan obvia juegan los que montaron la operación así como la oposición, que se montó en la convocatoria para el acto del 18. Es evidente que sobre esa especulación hay un intento de afectar a las instituciones democráticas, y la oposición termina asociándose a esa conspiración porque reacciona en consonancia con ella, aun sabiendo que en política hay que desconfiar de las lógicas simplistas usadas para operaciones o propaganda.

Una denuncia tan grave y al mismo tiempo tan pobre tendría que haber sido desestimada. El gesto del fiscal Pollicita de darle lugar pone a las instituciones en un lugar de altísima vulnerabilidad. Pero al mismo tiempo ofrece la posibilidad de esclarecerla por completo. Claro que durante todo el tiempo que se extienda el trámite judicial, la Presidenta de la República estará imputada en una causa de profunda gravedad institucional. Cuando circuló la noticia de que Nisman había presentado su denuncia por encubrimiento contra la Presidenta y otros funcionarios y dirigentes del oficialismo, todo el mundo salió a buscar las pruebas sobre las que se apoyaba. Y lo único que había eran horas y horas de grabaciones telefónicas de un ciudadano argentino de la colectividad árabe que les decía a sus contactos iraníes que había hablado con dirigentes kirchneristas, que decían que otros dirigentes hablaban sobre los beneficios mutuos del Memorándum de Entendimiento entre Irán y Argentina. Cero prueba, mucha charla de franela y rosca de nivel zócalo, más pura especulación y prejuicio.

Reconociendo la pobreza de la denuncia que aceptó Pollicita, de mala fe, algunos dirigentes de la oposición afirmaron que Nisman iba a presentar más pruebas en la sesión del Congreso a la que debía concurrir el lunes posterior a su muerte. La mala fe queda demostrada en que Nisman nunca presentó esas pruebas donde tenía que hacerlo, que es en el juzgado. Sus colaboradores hubieran conocido su existencia, habría copias en algún lugar. Justamente porque esas pruebas nunca existieron, el más interesado en que Nisman siguiera vivo era el Gobierno, porque estaba en condiciones de pulverizar su presentación. Esa denuncia tiene alguna posibilidad de afectar al Gobierno ahora sólo porque el fiscal está muerto. Nadie puede decir si fue homicidio o suicidio o si todo forma parte de un plan previo o se fue realizando a medida que sucedieron los hechos, lo real es que si Nisman estuviera vivo, esa acusación se hubiera derrumbado, lo cual es la mejor demostración de que tanto la denuncia del fiscal como su muerte forman parte de una operación contra el Gobierno, no importa si planificada así o así se fue desarrollando. Eso es lo que debería estar investigando la Justicia y lo que deberían repudiar tanto el oficialismo como la oposición para enfrentar juntos un atentado gravísimo contra las instituciones. Es probable que algún sector de la oposición esté jugando ese partido contra la democracia como siempre pasó en las aventuras golpistas de la historia argentina.

Voces que también llevan agua al molino del golpismo dijeron que había una situación similar a la previa al golpe de 1976, como si este gobierno manejara una Triple A que hubiera asesinado a decenas de militantes y activistas. No existe la Triple A ni las organizaciones guerrilleras, ni hay una guerra entre sectores del peronismo y de hecho los actos políticos más pacíficos y organizados son los del kirchnerismo.

Lo que hay es un odio exacerbado por el discurso feroz de los medios opositores que crean el caldo que hace creíbles prejuicios que dan a entender que este gobierno ha cometido asesinatos políticos cuando la realidad demuestra lo contrario. Con sus defectos, este gobierno fue el que desarmó a la policía que hace la seguridad en las marchas de protesta. Los asesinatos o desapariciones políticas, como fue la de Jorge Julio López, no fueron hechos por el Gobierno, como durante la dictadura, sino contra el Gobierno, para desestabilizarlo.

Lo único parecido a los días previos al golpe de 1976 es el clima que crean los medios opositores y las operaciones de los Servicios de Inteligencia. Porque la investigación del atentado a la AMIA se convirtió en una ensalada donde intervinieron también Servicios de Inteligencia de otros países que tienen en su historial otros procesos desestabilizadores en todo el mundo.

El jueves, mientras en el recinto del Senado el oficialismo con aliados y sectores del peronismo disidente discutían y se daba media sanción a la nueva ley que intentará terminar con prácticas perversas que han entrecruzado a Servicios de Inteligencia con sectores de la Justicia o el periodismo, fuera del recinto la oposición escuchaba con atención al titular de la Asociación de Magistrados, el juez Héctor Recondo, quien hasta 2006 fue socio de la familia de Hugo Anzorreguy, jefe de los Servicios de Inteligencia durante el menemismo. Después de escucharlo se juramentaron para derogar en el futuro la ley que había obtenido media sanción. Juntarse fuera del recinto y legislar para lo que harán, hipotéticamente, si alguna vez tienen la posibilidad de aplicarlo, resulta patético como lugar de oposición real que fue votada para discutir, cuestionar, apoyar o criticar en el Congreso.

Ese jueves, los discursos de los políticos y de los funcionarios judiciales tuvieron un tono muy violento para responsabilizar al Gobierno por la muerte del fiscal Nisman. Se habló de “crimen de Estado” o de magnicidio. La intervención de la jueza Sandra Arroyo Salgado, ex mujer de Nisman y al frente de la querella en representación de la familia, fue un balde de agua fría para ese tono exaltado de la oposición que intentaba usar políticamente la tragedia. La jueza declaró que no es opositora ni oficialista y pidió que no se politice la investigación y que se evite la exposición mediática de medidas y procedimientos. Es difícil que la investigación no se politice, en principio porque están en juego las instituciones democráticas y porque hay un trasfondo muy conocido de espías e intereses internacionales, además de la polarización que se genera en un año electoral sumado a la inquietud judicial. Lo que de alguna manera quiso decir la ex mujer de Nisman es que la política no se ponga por delante de la verdad, y en eso tiene que tener todo el respaldo.

Después del discurso de la jueza Arroyo Salgado, se habló de que se hará un corralito en torno de los fiscales durante la marcha para impedir que se acerquen los dirigentes políticos. Pero los primeros en politizar esa marcha fueron los mismos fiscales que convocan, varios de ellos porque tienen un pie en la política, como Germán Moldes, que fue funcionario del menemismo; Guillermo Marijuán, a quien se señala como el procurador que designaría Sergio Massa si gana, y al mismo Juan Carlos Stornelli se lo conoce como allegado al PRO de Mauricio Macri. Moldes y Raúl Plee están involucrados en la causa por encubrimiento del atentado a la AMIA y justamente Pollicita fue segundo de Plee, y ni hablar de José María Campagnoli, totalmente enfrentado al Gobierno.

El fiscal de Cámara Ricardo Sáenz, que es el jefe directo de la fiscal Viviana Fein que está a cargo de investigar la muerte de Nisman, es uno de los que convoca para pedir Justicia, cuando el que está directamente a cargo de proveerla es él. La motivación política es clara. Cuando se denunciaron las leyes de impunidad, el fiscal Sáenz las defendió como leyes constitucionales. Es un grupo muy polémico de fiscales muy promocionados por los medios opositores pero no muy prestigiados en el ámbito judicial. Más de setenta fiscales firmaron una solicitada para anunciar que no están de acuerdo con la convocatoria y muchos más lo hicieron en declaraciones individuales. Para ellos, los fiscales y políticos que han convocado usan la muerte del fiscal Nisman para dirimir otras cuestiones.


Notas:

No hay comentarios:

Publicar un comentario