Hay continuidades en el devenir de los pueblos, de los
países, de sus paisanos. A nosotros nos importan las continuidades éticas y sus
consecuentes expresiones de identidad, de acción. Muerto en Argentina un
fiscal, Alberto Nisman, otro, Gerardo Pollicita ha tomado su ‘legado’ y, si el
juez da lugar a ello, imputará a la Presidenta, a uno de sus ministros, a un
diputado y otras personas: es decir, les atribuirá las
responsabilidades de hechos malos para la sociedad argentina (de hechos reprobables).
Si esos hechos no se probaran reales científica y fehacientemente el nuevo
fiscal que alzó el guerrero estandarte de ciertos barones de la prensa y la
desestabilización democrática caerá él mismo en una situación delictuosa: la
falsa denuncia y la
calumnia. De ello no seremos responsables las personas de
buena fe, rectitud y honradez. Lo serán él y otros, a quienes entre todos les
dimos educación, empleo, salarios y negocios.
Dentro de pocos días una mediana multitud de
personas por avaricias o torpezas personales y de clase social marcharán
reclamando, aún en sordina, que se fracture la democracia argentina: será el próximo
18 de febrero, consecuencia del pernicioso fifty-fifty
(véase la entrada “Fifty-fifty no es lo mejor”, del 5 de octubre de 2014).
Por todo lo expuesto ahora presentamos en dossier las historias y opiniones de una
abuela y dos de sus nietos que pertenecen a la legión de las argentinas y
argentinos de buena fe que no hubieran participado ni participarán de la marcha
del 18: Laura Bonaparte (fallecida madre de Plaza de Mayo, Línea Fundadora),
Hugo Roberto Saidon (Ginzberg, en sus documentos) y Julián Bruschtein
(periodista, como su padre, Luis). G.E.
1- «Las desapariciones, una atrocidad que la razón no procesa.» «Las madres, cuando buscan a sus hijos, en realidad esperan no hallarlos, porque encontrar sus huesos es un choque frontal con la brutalidad del genocidio.» Laura Bonaparte en una entrevista de Blanchee Petrich, en el diario La Jornada, de México, del 19 de diciembre de 20011
Tres mujeres, todas en sus sesentas, han secuestrado a un
genocida en Argentina y lo tienen a su merced. Pueden hacer con él lo que
quieran, sin pagar las consecuencias. Las tres tienen hijos desaparecidos. En
diálogos agridulces planean cómo matar al tipo. ¿Ahorcarlo, apuñalarlo, un tiro
limpio en la nuca? Miles de formas con las que, en la vida real, las madres de
víctimas del genocidio han especulado muy en el fondo de sus secretos. Mientras
deciden, charlan y discuten. Sin poderlo evitar, desembocan en una competencia
sobre cuál de las tres lleva la carga de dolor más pesada. Eso también ocurre en
la vida real.
Al final, las [protagonistas de] Tres buenas mujeres, representadas por tres grandes de la
dramaturgia porteña, dejan que el genocida se vaya, “por cobarde y por cagón”.
No tomaron venganza. Y estuvieron cerca de hacerse justicia. El público en el
Teatro del Pueblo ríe y llora al mismo tiempo. La obra, escrita por la sicoanalista Laura
Bonaparte, dirigente de Madres de la Plaza de Mayo - Línea
Fundadora, ha sido descrita por el escritor Noé Jitrik como “iniciática” en el
proceso de representar y expresar el drama de la historia reciente de
Argentina, con el genocidio y la impunidad a cuestas, un cuarto de siglo
después.
Laura Bonaparte es sobreviviente de una familia emblemática
de ese pasado vivo. Ha viajado a México para estar presente, hoy a mediodía,
frente al primer juzgado “B” en materia de amparo, donde se realizará la
audiencia final del juicio de garantías promovido por el ex militar argentino
Ricardo Miguel Cavallo, el ex director del Renave que resultó ser uno de los
dirigentes del centro de exterminio que fuera la Escuela Superior Mecánica
de la Armada, en Buenos Aires.
Detenido fortuitamente hace quince meses cuando intentaba
huir de México, Cavallo enfrenta un pedido de extradición presentado por el
juez español Baltasar Garzón para juzgarlo por los delitos de tortura,
genocidio y terrorismo cometidos durante la dictadura, entre 1977 y 1982.
A partir de la diligencia de este miércoles, el juez Juan
García Orozco podrá resolver de inmediato, o en un plazo hasta de tres meses, si
le concede el amparo al militar o si procede su extradición a España.
Cuando Cavallo finalmente esté en el banquillo de los
acusados en Madrid, empezará para la familia de Laura Bonaparte, y para miles
como ella, la acción de la justicia que hasta ahora, veinticinco años después,
aún les es denegada. “Y habrá que reconocer, entonces, que el presidente
Vicente Fox tuvo un gran mérito en ello. Es importante que el mandatario
mexicano sepa que si sus jueces hacen esta aportación a la ley universal humanitaria,
demostrará al mundo que la justicia en su país sí vale. Que la justicia puede
ser el espinazo de Dios... o del diablo.”
“Los grises son los desaparecidos”
Para facilitar el relato de la devastación de su familia,
Laura se apoya en unas plantillas donde ha impreso su árbol genealógico
mutilado. “Los grises son los desaparecidos”, advierte. En recuadros grises, en
efecto, aparece Aidé Leonor Bruschtein Bonaparte [la Noni], su hija, quien fue
desaparecida el 24 de diciembre de 1975 (antes del golpe militar), y su
compañero Adrián Saidon, secuestrado dos meses después.
Noni estudiaba
ciencias exactas y con su voz de mezzosoprano alfabetizaba en las ciudades
perdidas mediante canciones y poemas de las revoluciones española y mexicana.
Dos meses antes de ser capturada había parido al pequeño Hugo, quien al quedar
sin padres fue adoptado por su hermana.
Los padres de la Noni, enterados de que su hija había
muerto en manos de los militares que la capturaron y que les negaban la entrega
del cuerpo, interpusieron una demanda penal en contra del Ejército. Santiago
Bruschtein, postrado por un enfisema terminal, fue sacado una noche de su cama
en junio de 1976 al grito de “¡judío, hijo de puta, quién sos vos para acusar
al ejército!”. Desapareció.
En mayo de 1977 es allanada la casa de la segunda hija de
Laura, Irene, quien además de adoptar a Hugo tenía una hija, Victoria. Ella y
su marido, Mario Ginzberg, son desaparecidos. Ese mismo mes son
detenidos-desaparecidos también un tercer hermano, Víctor Bruschtein, y su
compañera, Jacinta Levi.
Laura Bonaparte, que en su profesión era vanguardia del
sicoanálisis, que llevaba diez años prestando servicios hospitalarios, que
tenía una familia grande, que impartía cátedra, quedó repentinamente sola. Ella
y su único hijo sobreviviente, el periodista Luis Bruschtein, salen al exilio
en México, con los nietos.
Osamentas y fosas comunes
En 1985 abandona México y regresa a Argentina decidida a
enfrentar lo que pocas madres de desaparecidos se atreven: seguir hasta lo
imposible el rastro de sus hijos. Cada hallazgo es un golpe terrible. Ya lo
había experimentado cuando buscaba a Noni. Los militares se negaron a
entregarle el cuerpo. A cambio, le ofrecieron las manos de su hija en un frasco
con alcohol.
“Cuando una mujer pare, queda marcada no sólo en la
conciencia, sino en el cuerpo. Y necesita confirmar esa maternidad a lo largo
de toda su vida. Por eso la desaparición de los hijos es una atrocidad que la
razón no procesa.” Por eso tomó el camino de buscar en osarios y fosas comunes,
“para buscarlos donde estén. Y si las investigaciones antropológicas llegan a
la identificación de un cuerpo, hay que dejar que nuestros hijos den su postrer
testimonio. Darles el derecho de tener la última palabra”.
Especialista del consciente y el subconsciente, en otros
momentos de su vida entró “a los vericuetos de la locura”. Laura Bonaparte
reconoce que las madres, cuando buscan así a sus hijos, en realidad esperan no
encontrarlos: “Porque encontrar sus huesos es un choque frontal con la
brutalidad del genocidio. Y para ello hay que tener una estructura ideológica y
moral muy fuerte. Por mucho que nos duela, como madres tenemos una relación
interrumpida con ellos y un nunca más”.
Con todo, siguió esa ruta convencida de que si no hubiera
sido por el hallazgo de las fosas nazis, los grandes criminales de la Segunda Guerra Mundial
no hubieran ido a juicio en Nuremberg.
En aquellas fechas la revista Life,
que entonces gozaba de influencia mundial, publicó un reportaje sobre el
hallazgo de una fosa común en el cementerio de Avellaneda. La organización de
Bonaparte exigió y logró por las vías legales una exhumación. Pidió en forma
urgente la presencia de un antropólogo forense. Se inició así el trabajo
antropológico que haría escuela en el continente.
Ni el derecho de bien morir
Sin embargo, en un principio esas presiones y diligencias en
Avellaneda desembocaron en una macabra historia de horror y frustración.
Abierta la fosa, lo único que se encontró fue un revoltijo de huesos y restos
imposible de reconstruir. Solamente en el primer intento salieron 12 fémures y
dos cráneos. Gracias a los testimonios de los sepultureros se pudo concluir que
ahí enterraron a unas ochenta personas. Muchos de los cuerpos llegaron ya en
estado de descomposición, cargados en camiones de volteo. Pero ese episodio
sentó precedente en la lucha por el esclarecimiento de esos genocidios que aún
hoy siguen marcando el paso en el esfuerzo por reconstruir la historia de
Latinoamérica. Apenas ayer hubo una exhumación en Chile. Hace pocos meses, en
Guatemala. A veces estas acciones dolorosas arrojan alguna luz a las familias y
a la historia. Otras
veces nada.
Poco después se supo de un hallazgo en el Club Cabañuelas,
en La Plata, que era un sitio de reunión de paramilitares, los homicidas de la Triple A. Eran
fotografías de una incineración de cadáveres. Gracias a esas fotografías
atroces Laura pudo reconocer semicalcinado a su ex marido, Santiago, con un
tiro de gracia. El matrimonio Gualdiero pudo ubicar ahí a su hija María del
Carmen, secuestrada cuando tenía ocho meses de embarazo. Junto a ella, aún
unido por el cordón umbilical, un bebé. Hasta la fecha no han recuperado los
cuerpos, resguardados en un osario en Buenos Aires.
Laura Bonaparte tiene 76 años. Rosario Ibarra, 74. Muchas
madres de desaparecidos se acercan al final del camino. Y algunas mueren sin el
derecho natural de los progenitores de que los hijos les cierren los ojos. “Ni
ese derecho nos dejaron, el derecho de bien morir.”
Así murió su amiga [René] Yoyi Epelbaum. A ella le
desaparecieron a sus tres hijos. Murió sin entender, porque esta es una
tragedia que no tiene explicación.
Ruptura en la Plaza de Mayo
La lucha de las Madres de Plaza de Mayo está cruzada por una
ruptura en 1985, de la cual, insiste Laura, hay que hablar. Asegura que no hubo
divergencias ideológicas con el grupo de Hebe Pastor de Bonafini, sino “un
problema de dinero, de honestidad”.
Pero las organizaciones tienen posturas divergentes. Unas,
las de Línea Fundadora, reclaman ir hasta el final en la investigación sobre el
paradero de sus hijos, sea cual fuere la cruda verdad. Otras exigen aparición
con vida. Para Bonaparte este es un reclamo que frena la investigación real. Al
final, es una exigencia más cómoda para los militares.
Otra diferencia es la de las indemnizaciones. La
organización de la
señora Bonafini ha acusado al grupo de la señora Bonaparte
de “haberse vendido” por haber aceptado la reparación económica. Esta última
explica su criterio: “Luchamos porque se instaurara una indemnización, una
renta vitalicia para los chicos de padres desaparecidos. Esto significó que el
Estado se reconoció culpable y por lo tanto obligado a reparar el daño. Con
ello se reconoce implícitamente que no hubo tal cosa como guerra sucia, sino
asesinatos de personas que luchaban por un ideal. Así enterramos la teoría de
los dos demonios, la versión oficial de la historia que responsabiliza
por igual a víctimas y a victimarios, al ejército y a las organizaciones
armadas”.
2- “Mi derecho a la identidad”, por Hugo Roberto Ginzberg, en Página/12 del 17 de agosto de 20142
El 2 de agosto depositamos en el mausoleo de los caídos en
Monte Chingolo, del cementerio de Avellaneda, los restos de quien en vida fuera
mi madre, Aída Leonora Bruschtein.
Mi vieja fue militante del PRT-ERP y tenía veinticuatro años
cuando la
asesinaron. Estaba a cargo de un grupo de doce personas en la
periferia de lo que fue el asalto al cuartel. Ella y seis más habían logrado
pasar el cerco del Ejército, pero en vez de retirarse ella volvió a buscar a
sus compañeros y no pudo volver a salir. La capturaron y asesinaron el día
siguiente, 24 de diciembre de 1975, en la víspera de Navidad.
Dos meses antes, el 21 de octubre de 1975, ella y su
compañero Adrián Saidon habían tenido un hijo, yo, Hugo Roberto Saidon. Estaban
clandestinos, perseguidos por el gobierno de Isabel Perón y López Rega, y nunca
lograron tramitar mi partida de nacimiento. Sin embargo, a riesgo de su propia
vida, anotaron en los registros del hospital, con sus verdaderos nombres, que
ellos dos eran los padres de ese bebé buscado y deseado.
Los días posteriores al asesinato de mi mamá, mi abuela
Laura Bonaparte fue a pedir información y reclamar el cuerpo de su hija. Le
respondieron que el cuerpo acribillado estaba bajo secreto de sumario y le
ofrecieron una mano en un frasco de formol. Ella y su ex marido, mi abuelo
Santiago Bruschtein, iniciaron un juicio por asesinato a las Fuerzas Armadas.
El 24 de marzo de 1976 fue asesinado mi papá, Adrián Saidon,
su cuerpo continúa desaparecido.
Me adoptaron mis tíos Irene Bruschtein y Mario Ginzberg, que
me anotaron como hijo propio. No había muchas otras opciones en medio de la persecución. Tuve
así mi primera partida de nacimiento, en la que fui inscripto como Hugo Roberto
Ginzberg. Pasamos un año y medio juntos como familia, con ellos y mi prima
hermana Victoria Ginzberg, hasta que un grupo de tareas del Ejército allanó la
casa donde vivíamos. Victoria tenía casi tres años; yo, dos. Presenciamos el
secuestro y nos dejaron en la casa de unos vecinos. Irene tenía veintiún años;
Mario, veinticuatro, y creemos que fueron trasladados a Campo de Mayo.
Continúan desaparecidos.
Mi abuelo Santiago Bruschtein, enfermo cardíaco, fue
secuestrado de su casa en junio de 1976. La enfermera que lo cuidaba contó que
los milicos le gritaban que “cómo un judío hijo de puta se atrevía a hacerle
juicio al Ejército argentino”. Nunca nos entregaron el cuerpo. Muchos años
después, aparecieron en algún archivo policial las fotos de un grupo de
cadáveres incendiados en un predio de Cañuelas entre los cuales se reconoce la
mitad del rostro de mi abuelo, preservado por la escarcha junto al cuerpo
calcinado de una mujer con un avanzado embarazo.
Poco tiempo después fue secuestrado otro hermano de mi mamá,
mi tío Víctor Bruschtein, junto a su compañera Jacinta Levi. Continúan
desaparecidos.
En 1984,
mi abuela Laura Bonaparte hizo la primera excavación en
fosas comunes buscando identificar restos de desaparecidos, en el fondo del
cementerio de Avellaneda, en una zona que era un basural y donde ella había
investigado y sabía que estaban los cuerpos de aquella masacre. Hay una foto
terrible, que fue tapa de la
revista Life, y que
en parte impulsó la conformación del Equipo Argentino de Antropología Forense.
Ese fondo del cementerio de Avellaneda se fue transformando
con los años, primero con césped, después con un pequeño cantero. Mi abuela era
una persona fuerte y alegre, trataba de no llorar delante de mí, excepto los 24
de diciembre, que era algo así como su día permitido de la mañana a la noche. Cuando
vivíamos en Almagro se levantaba muy temprano para ir al mercado de flores que
quedaba a unas cuadras, compraba dos docenas de claveles rojos, nos tomábamos
el colectivo 24 y llegábamos al fondo del cementerio. En ese pedacito de césped
íbamos dejando las flores para todos los compañeros y para mi vieja, nos
sentábamos un rato y se acercaban siempre algunos vecinos del barrio a darle un
beso y dejar también alguna flor. A veces, también alguien que había ido a
visitar a sus seres queridos separaba una de su ramo y la acercaba al lugar
donde los muertos no tenían derecho ni siquiera a un nombre.
Con los años y la tenacidad de algunos familiares, ese lugar
se fue transformando. Hoy en ese baldío hay un mausoleo con un hermoso mural
que rinde homenaje a los militantes asesinados. Los antropólogos hicieron su
enorme y generoso trabajo identificando cada uno de los cuerpos mutilados y
permitiendo que tengan al fin un lugar de descanso.
Los restos de mi mamá fueron identificados en parte con mi
ADN. Pero cuando fui a realizar los trámites para poder llevarla al mausoleo,
en el juzgado me contestaron que no podía porque no era el hijo, ya que mi DNI
es el de Hugo Ginzberg. Mi tío Luis, el único familiar vivo de mi madre
reconocido por el Estado, se ocupó de realizar los trámites.
En los ministerios tampoco me reconocen como hijo de Irene y
Mario. Es razonable, primero porque es cierto y además porque mi expediente en
la Conadi (Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad) en el que solicito
al Estado que interceda institucionalmente ante la Justicia para recuperar mi
verdadera identidad lleva ya dieciocho años de iniciado. Por alguna razón que
no termino de entender, hay compañeros funcionarios que hacen y han hecho un
gran trabajo en la búsqueda y recuperación de identidad de mucha gente, pero
que consideran que no es importante en el caso de mi historia particular. La
Justicia, además, parece que necesitara años y años para resolver lo evidente.
Mi acta de nacimiento se hizo bajo el peor gobierno de la
historia reciente argentina, en medio de una terrible persecución y
aniquilamiento familiar. El acta de nacimiento de mis dos hijas, Franca y
Carmela, en medio del mejor gobierno y la mayor libertad de la historia
reciente argentina. Pero, hasta ahora, ninguno de los tres tenemos derecho a
nuestra verdadera identidad.
Mis viejos arriesgaron sus vidas el 21 de octubre de 1975 en
un hospital de Avellaneda, dejando registro con sus verdaderos nombres. También
se merecen que su hijo y sus nietas sean reconocidos como tales.
Este agosto, antes de ir al cementerio charlamos con Franca,
mi hija de cinco años, sobre el ADN, porque treinta y ocho años después
despedíamos a su abuela. Ella dejó en el lugar señalado con nombre y apellido
un clavel rojo antes de cerrar el nicho y afuera un ramo que también era para
los demás compañeros. En algún momento vamos a volver a charlar sobre ADN con
ella y también con Carmela, cuando los tres llevemos con orgullo los apellidos
que nos pertenecen, será en poco tiempo o será en otros treinta y ocho años,
pero será.
Memoria. Verdad. Justicia.
3- “El fiscal y la muerte”, por Julián Bruschtein, en Página/12 del 14 de febrero de 20153
El único mérito que tiene la imputación de la Presidenta es
que expone crudamente que la muerte del fiscal Nisman y su denuncia previa
forman parte necesariamente de una operación contra el Gobierno. La decisión
del fiscal Gerardo Pollicita es de carácter político, al igual que su denuncia
contra la Presidenta y el canciller por encubrimiento, que no tiene ningún
sostén judicial, que no se basa en ninguna prueba real, sólo en prejuicios y
especulaciones que aluden a dichos de segundas y terceras personas que ni
siquiera son funcionarios ni tienen ningún tipo de responsabilidad sobre la
política exterior argentina o iraní. Pollicita fue directivo del club Boca Juniors
junto con Mauricio Macri, pero aun si no tuviera este antecedente, a cualquier
fiscal le hubiera costado resistir la fuerte presión que le puso la muerte de
Nisman a su denuncia. La falta de pruebas fue reemplazada en este caso por la
muerte violenta del denunciante. El gesto ético de rechazar la denuncia por
falta de pruebas fue reemplazado por la decisión de darle lugar a pesar de su
inconsistencia para sacarse de encima esa presión. También es cierto que si
bien la imputación no tiene ningún efecto judicial, es de gran impacto político
porque se trata de la Presidenta de la República. El fiscal Pollicita tomó esta medida
el último día hábil antes de la marcha del 18.
En el dos más dos más grosero, la muerte del denunciante
acusa al denunciado. Con esa especulación tan obvia juegan los que montaron la
operación así como la oposición, que se montó en la convocatoria para el acto
del 18. Es evidente que sobre esa especulación hay un intento de afectar a las
instituciones democráticas, y la oposición termina asociándose a esa
conspiración porque reacciona en consonancia con ella, aun sabiendo que en
política hay que desconfiar de las lógicas simplistas usadas para operaciones o
propaganda.
Una denuncia tan grave y al mismo tiempo tan pobre tendría
que haber sido desestimada. El gesto del fiscal Pollicita de darle lugar pone a
las instituciones en un lugar de altísima vulnerabilidad. Pero al mismo tiempo
ofrece la posibilidad de esclarecerla por completo. Claro que durante todo el
tiempo que se extienda el trámite judicial, la Presidenta de la República
estará imputada en una causa de profunda gravedad institucional. Cuando circuló
la noticia de que Nisman había presentado su denuncia por encubrimiento contra
la Presidenta y otros funcionarios y dirigentes del oficialismo, todo el mundo
salió a buscar las pruebas sobre las que se apoyaba. Y lo único que había eran
horas y horas de grabaciones telefónicas de un ciudadano argentino de la
colectividad árabe que les decía a sus contactos iraníes que había hablado con
dirigentes kirchneristas, que decían que otros dirigentes hablaban sobre los
beneficios mutuos del Memorándum de Entendimiento entre Irán y Argentina. Cero
prueba, mucha charla de franela y rosca de nivel zócalo, más pura especulación
y prejuicio.
Reconociendo la pobreza de la denuncia que aceptó Pollicita,
de mala fe, algunos dirigentes de la oposición afirmaron que Nisman iba a
presentar más pruebas en la sesión del Congreso a la que debía concurrir el
lunes posterior a su muerte. La mala fe queda demostrada en que Nisman nunca
presentó esas pruebas donde tenía que hacerlo, que es en el juzgado. Sus
colaboradores hubieran conocido su existencia, habría copias en algún lugar.
Justamente porque esas pruebas nunca existieron, el más interesado en que
Nisman siguiera vivo era el Gobierno, porque estaba en condiciones de
pulverizar su presentación. Esa denuncia tiene alguna posibilidad de afectar al
Gobierno ahora sólo porque el fiscal está muerto. Nadie puede decir si fue
homicidio o suicidio o si todo forma parte de un plan previo o se fue
realizando a medida que sucedieron los hechos, lo real es que si Nisman
estuviera vivo, esa acusación se hubiera derrumbado, lo cual es la mejor
demostración de que tanto la denuncia del fiscal como su muerte forman parte de
una operación contra el Gobierno, no importa si planificada así o así se fue
desarrollando. Eso es lo que debería estar investigando la Justicia y lo que
deberían repudiar tanto el oficialismo como la oposición para enfrentar juntos
un atentado gravísimo contra las instituciones. Es probable que algún sector de
la oposición esté jugando ese partido contra la democracia como siempre pasó en
las aventuras golpistas de la historia argentina.
Voces que también llevan agua al molino del golpismo dijeron
que había una situación similar a la previa al golpe de 1976, como si este
gobierno manejara una Triple A que hubiera asesinado a decenas de militantes y
activistas. No existe la
Triple A ni las organizaciones guerrilleras, ni hay una
guerra entre sectores del peronismo y de hecho los actos políticos más
pacíficos y organizados son los del kirchnerismo.
Lo que hay es un odio exacerbado por el discurso feroz de
los medios opositores que crean el caldo que hace creíbles prejuicios que dan a
entender que este gobierno ha cometido asesinatos políticos cuando la realidad
demuestra lo contrario. Con sus defectos, este gobierno fue el que desarmó a la
policía que hace la seguridad en las marchas de protesta. Los asesinatos o
desapariciones políticas, como fue la de Jorge Julio López, no fueron hechos por el
Gobierno, como durante la dictadura, sino contra el Gobierno, para
desestabilizarlo.
Lo único parecido a los días previos al golpe de 1976 es el
clima que crean los medios opositores y las operaciones de los Servicios de
Inteligencia. Porque la investigación del atentado a la AMIA se convirtió en
una ensalada donde intervinieron también Servicios de Inteligencia de otros
países que tienen en su historial otros procesos desestabilizadores en todo el
mundo.
El jueves, mientras en el recinto del Senado el oficialismo
con aliados y sectores del peronismo disidente discutían y se daba media
sanción a la nueva ley que intentará terminar con prácticas perversas que han
entrecruzado a Servicios de Inteligencia con sectores de la Justicia o el
periodismo, fuera del recinto la oposición escuchaba con atención al titular de
la Asociación de Magistrados, el juez Héctor Recondo, quien hasta 2006 fue
socio de la familia de Hugo Anzorreguy, jefe de los Servicios de Inteligencia
durante el menemismo. Después de escucharlo se juramentaron para derogar en el
futuro la ley que había obtenido media sanción. Juntarse fuera del recinto y
legislar para lo que harán, hipotéticamente, si alguna vez tienen la
posibilidad de aplicarlo, resulta patético como lugar de oposición real que fue
votada para discutir, cuestionar, apoyar o criticar en el Congreso.
Ese jueves, los discursos de los políticos y de los
funcionarios judiciales tuvieron un tono muy violento para responsabilizar al
Gobierno por la muerte del fiscal Nisman. Se habló de “crimen de Estado” o de
magnicidio. La intervención de la jueza Sandra Arroyo
Salgado, ex mujer de Nisman y al frente de la querella en representación de la
familia, fue un balde de agua fría para ese tono exaltado de la oposición que
intentaba usar políticamente la
tragedia. La jueza declaró que no es opositora ni oficialista
y pidió que no se politice la investigación y que se evite la exposición
mediática de medidas y procedimientos. Es difícil que la investigación no se
politice, en principio porque están en juego las instituciones democráticas y
porque hay un trasfondo muy conocido de espías e intereses internacionales,
además de la polarización que se genera en un año electoral sumado a la
inquietud judicial. Lo que de alguna manera quiso decir la ex mujer de Nisman
es que la política no se ponga por delante de la verdad, y en eso tiene que
tener todo el respaldo.
Después del discurso de la jueza Arroyo Salgado,
se habló de que se hará un corralito en torno de los fiscales durante la marcha
para impedir que se acerquen los dirigentes políticos. Pero los primeros en
politizar esa marcha fueron los mismos fiscales que convocan, varios de ellos
porque tienen un pie en la política, como Germán Moldes, que fue funcionario
del menemismo; Guillermo Marijuán, a quien se señala como el procurador que
designaría Sergio Massa si gana, y al mismo Juan Carlos Stornelli se lo conoce
como allegado al PRO de Mauricio Macri. Moldes y Raúl Plee están involucrados
en la causa por encubrimiento del atentado a la AMIA y justamente Pollicita fue
segundo de Plee, y ni hablar de José María Campagnoli, totalmente enfrentado al
Gobierno.
El fiscal de Cámara Ricardo Sáenz, que es el jefe directo de
la fiscal Viviana
Fein que está a cargo de investigar la muerte de Nisman, es
uno de los que convoca para pedir Justicia, cuando el que está directamente a
cargo de proveerla es él. La motivación política es clara. Cuando se
denunciaron las leyes de impunidad, el fiscal Sáenz las defendió como leyes
constitucionales. Es un grupo muy polémico de fiscales muy promocionados por
los medios opositores pero no muy prestigiados en el ámbito judicial. Más de
setenta fiscales firmaron una solicitada para anunciar que no están de acuerdo
con la convocatoria y muchos más lo hicieron en declaraciones individuales.
Para ellos, los fiscales y políticos que han convocado usan la muerte del
fiscal Nisman para dirimir otras cuestiones.
Notas:
No hay comentarios:
Publicar un comentario