alai
amlatina, 11.7.2016
El dinero de un blanco vale lo mismo que el dinero de un
negro, el de un traficante de drogas vale lo mismo que el de una viuda que se
prostituye para criar a sus hijos. Sólo esa lógica podría probar que el capital
es amoral y no se le podría atribuir la promoción de, por ejemplo, el racismo.
¿Por qué, entonces, las sociedades capitalistas más avanzadas han sido, a lo
largo de los siglos, brutalmente racistas?
Desde mucho antes de la fundación de Estados Unidos, los
colonos ingleses en América del Norte administraban las relaciones sexuales
entre los negros esclavos. Por lo general, no les convenía una esclava
embarazada como hoy no le conviene a las empresas la misma ocurrencia entre sus
empleadas mujeres. Cuando los esclavos tenían hijos, con frecuencia eran
separados de sus familias. Las emociones humanas nunca fueron productivas hasta
la Era de la propaganda y el consumo en el siglo XX.
Para la gente de bien de la época (los propietarios,
gente con responsabilidades, las únicas que luego podrán votar y ser elegidas)
la promiscuidad de la gente bruta era un pecado inaceptable: los nativos
americanos no estaban obsesionados con la virginidad femenina y el sexo no sólo
era un acontecimiento frecuente entre los negros sino también entre los negros
y los blancos pobres, entre los blancos y los negros y los indígenas que
recibían a los fugados del otro lado de los Apalaches. Entre los pobres de la
época y entre parte de la clase media, el racismo no era un principio
fundamental ni era todavía una recomendación patriótica de Dios.
Para solucionar el problema se establecieron leyes
prohibiendo el matrimonio y hasta el ocasional contacto interracial entre los
pobres. Pero como las leyes nunca son suficientes, se implementaron políticas
que terminaron por reforzar una cultura que, con el tiempo, se convirtió en
parte de “la naturaleza humana”.
A principios del siglo XVIII, los gobernantes de las
colonias promovieron el odio entre los colores (las diferencias más
superficiales pero más visibles) para evitar que el descontento del abuso de
clases uniera a blancos pobres, negros esclavos e indios despojados en una
revuelta mayor a las que se habían producido con anterioridad, exitosamente
abortadas por la fuerza de las armas. En 1758, el gobernador de Carolina del
Sur, James Glen, reconoció (o más bien se vanaglorió) que siempre había sido
una de sus políticas “crear en los indios una fuerte aversión hacia los negros”.
Una de esas formas fue enviando milicias de esclavos para combatir a los
indios. Algunos negros desertaron y se refugiaron en entre los indios, se
casaron y tuvieron hijos. Pero los astutos gobernantes encontraron la forma de
amenazar o corromper a algunos indios ofreciéndoles beneficios a cambio de la
entrega de los fugados. Como en América latina, la corrupción fue por siglos
una expresión del poder desequilibrado: los poderosos se corrompían por
ambición y los despojados se corrompían por necesidad. Esa dinámica persiste
hoy atrapada en la simplificación estratégica del lenguaje que pone, en una
eterna relación de simbiosis a abusadores y a abusados bajo una misma etiqueta:
corruptos.
El sexo entre una blanca y un negro era un pecado mayor
(por la misma razón y dinámica entre lo deseado y lo prohibido, entre el poder
que domina y se rompe simbólicamente para renovarse, actualmente es un negocio
de la pornografía). Cuando un blanco tenía un hijo con una negra, el castigo
consistía en enviar al vástago híbrido con el resto de los negros, de forma que
la pureza blanca siempre se mantuvo en grados deseables, razón por la cual
actualmente cualquier estudio genético revela que los negros estadounidenses
tienen una gran proporción de genes europeos, en algunos casos un treinta o
cuarenta por ciento, mientras que los blancos prácticamente no muestran trazas
de genes africanos. Menos comunes fueron casos como el de los hijos que Thomas
Jefferson tuvo con su joven esclava, una mulata de nombre Sally (“tres cuartas
partes europea”, hija de otra escava con John Wayles, el suegro de Jefferson),
que recibieron la libertad siendo cada uno “siete de ocho partes blancos”.
Conceptos similares de fracciones humanas habían sido recogidos por la Constitución,
cuando se reconoció que un negro valía tres quintos de un blanco en términos
electorales; aunque, obviamente, no votaban, más esclavos conferían más poder
democrático a sus amos por la lógica de la propiedad privada.
Un siglo antes de que Estados Unidos lograra la independencia,
en muchas colonias los indios y los negros superaban en número a los blancos,
por lo cual los gobernantes debieron aprobar leyes para controlar esta
peligrosa desproporción. Inglaterra no sólo enviaba sus reos a Australia sino a
América también, los cuales en muchos casos participaron en revueltas junto con
los negros y con la misma frecuencia fueron indultados por el color de su piel.
Algunos se convirtieron en supervisores de esclavos, cuando se les exigió a las
plantaciones tener al menos un blanco por cada seis trabajadores negros para
evitar más desórdenes que amenazaran la paz y el progreso de aquella sociedad
tan próspera.
En las colonias del sur, los blancos representaban un
quinto de la población y entre ellos la mayoría eran pobres o esclavos que la
pobreza en Europa había obligado a venderse por cinco o nueve años, aunque la
mayoría no alcanzaba a pagar por su libertad porque morían enfermos o se
suicidaban antes. El actual presidente de Estados Unidos, Barack Hussein Obama
es descendientes de esclavos, no por su padre negro (que conoció a la madre de
Obama cuando en Estados Unidos la unión interracial era ilegal en la mayoría de
los estados y se consideraba cosa de comunistas), sino por parte de su madre
blanca. Obama es considerado el primer presidente negro de este país,
consecuente con una historia de siglos, a pesar que a juzgar por sus familias
es tan blanco como negro.
Si miramos a nuestro alrededor nos daremos cuenta que
estamos hechos de siglos de historia, nos guste o no, lo sepamos o no. Pero
siempre es mejor saberlo. Como es tradición, desde las guerras religiosas de la
Edad Media hasta las guerras del último siglo, los pueblos viven las pasiones y
otros muchos menos viven los beneficios. Como en el fútbol, pero menos divertido
y mucho más trágico.
El dinero es una abstracción sin moral, pero deja de ser
neutral apenas representa al poder de turno. El odio tiene sus beneficios
económicos, porque es un instrumento infalible de una de las necesidades
básicas del poder: la división de otro, la fragmentación. El poder sabe que en
una democracia decente será dividido y dividido, razón por la cual, para evitar
su propia división, se encarga a su vez de dividir, de deshumanizar.
Cuando los problemas provocados por las brutales
desigualdades sociales (hoy en Estados Unidos 0,2 por ciento de la población
posee lo mismo que el 90 por ciento) se llevan a todos sus extremos, nada mejor
como ocultarlas y fortalecerlas recurriendo al racismo, una vieja y siempre
latente tradición. Cuando los de debajo se pelean por un pedazo de pan, los de
arriba festejan con caviar y se prearan para sus caritativas donaciones.
Cada tanto esta lógica se expresa en todas sus formas en
personajes caricaturescos como Donald Trump.
Nota:
* Jorge
Majfud (46 años) es un escritor uruguayo radicado en Georgia, Estados Unidos de
Norteamérica. Nació en Tacuarembó en 1969 y estudió arquitectura en Montevideo,
graduándose en la Universidad de la República (UdelaR). Desde hace varios años
se dedica exclusivamente a escribir y dictar clases de Literatura
Latinoamericana en la Universidad de Georgia (The University of Georgia), y es
colaborador habitual en diarios como La
República, de Montevideo, Página/12,
de Buenos Aires, o revistas sobre papel y publicaciones digitales, entre otras Hispanic Culture Review, de la Universidad
George Mason; Resource Center of The
Americas, de Minneapolis; Milenio,
de México; La Vanguardia, de
Barcelona; Monthly Review, de Nueva
York; Jornada, de La Paz; y Rebelión. La agencia ALAI – América Latina
en Movimiento, con sede en Quito, Ecuador, con frecuencia distribuye artículos
suyos, como es el caso del presente. Majfud ha publicado también ensayos y obras
de ficción, como Crítica de la pasión
pura (2000), La reina de América
(2002), La ciudad de la luna (2009), o
El eterno retorno de Quetzalcóatl:
una teoría sobre los mitos... (2012). Algunos de sus trabajos han sido
traducidos a los idiomas alemán, francés, inglés y portugués.
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