No
pocas veces hemos destacado que La Diaria, publicación cotidiana de circulación
general en la República Oriental del Uruguay, es para nosotros la de mejor
calidad periodística en cuanto a contenidos, estilo y uso del lenguaje que se
edita en Montevideo. Ahora replicamos esta nota de Gabriel Lacoste porque consideramos
que aporta reflexiones que no solamente es preciso que sean analizadas con
detenimiento en la izquierda política del pueblo hermano, sino también en la de
los pueblos vecinos suramericanos. Para los lectores del mundo facilita
comprender mejor nuestros debates. G.E.
La discusión entre Fernando Isabella y Rodrigo Alonso en las
páginas de La Diaria (ver ladiaria.com.uy/AFV7 y ladiaria.com.uy/AFZZ) y Brecha (ver brecha.com.uy/compromiso)
ilustra el estado de la discusión actual en la izquierda uruguaya. Si bien el
tema del crecimiento no es nuevo ni exclusivo de Uruguay, en la coyuntura
actual el problema se encuentra en un lugar central. Ambas partes tienen algo
de razón, y lo primero es reconocer que los dilemas planteados son reales y
hablan de una situación en la que no es evidente qué hay que hacer. No hay una
receta para las izquierdas de países pequeños y periféricos en una situación de
enfriamiento económico.
A pesar de esto, la discusión, como casi todas en la
izquierda uruguaya, tomó rápidamente un formato estereotipado. Primero se
postulan dos opiniones: una más moderada, una más radical. Luego, el portador
de la opinión moderada se asegura de arrinconar al radical en la esquina
formada por las paredes del sesentismo y la mística. Pintar a las posturas
radicales como no actualizadas (y, por lo tanto, anticientíficas) y pasionales
(y, por lo tanto, irresponsables) deja el espacio libre para moverse como el
portador del saber técnico y la responsabilidad política.
Para las posiciones moderadas es muy cómodo ocupar ese lugar
después de las derrotas que sufrieron las izquierdas radicales en los años
setenta y ochenta del siglo pasado y del relativo éxito electoral de las
izquierdas “renovadas” y permeadas por el liberalismo. Sin embargo, las cosas
están cambiando. La hegemonía del neoliberalismo en las ciencias sociales está
aflojando, el marxismo se está recomponiendo como fuerza intelectual y la
desigualdad vuelve a ser vista como inherente al capitalismo. Además, ya
pasaron 30 años desde los 80 y empieza a ser un poco extraño que quienes
continúan una pelea comenzada por aquellos años y son hoy hegemónicos se sigan
planteando como “la renovación” y el futuro. Más aun si tenemos en cuenta la
destrucción de la socialdemocracia europea, modelo para los “renovadores” de
todo el mundo. No sólo las izquierdas radicales fueron derrotadas. Después de
tres décadas de agresiva moderación, hoy los partidos socialdemócratas europeos
se encuentran o bien aplicando ajustes fiscales salvajes, o bien gobernando como
socios menores en coaliciones conservadoras, o bien reducidos a su mínima
expresión electoral, o bien, finalmente, replanteándose seriamente su rumbo
hacia el centro ante demandas de sus exasperadas bases partidarias.
Si vamos a aprender de la historia, este hecho no puede ser
soslayado, especialmente porque la socialdemocracia europea fue hasta ahora el
proyecto más exitoso de, en los términos de Erik Olin Wright, “capitalismo
domado”. Salvo que contemos al híper liberal Estados Unidos o al “milagro coreano”,
donde la gente trabaja más horas que en cualquier otro país desarrollado y se
suicida más que en casi todos los países del mundo (entre ellos, por cierto,
Uruguay).
Es necesario tener en cuenta, además, un hecho adicional: la
“doma” socialdemócrata del capitalismo europeo durante los “30 gloriosos” no
ocurrió sólo gracias a alianzas poli-clasistas y una tecnocracia virtuosa, sino
a un contexto en el que la amenaza revolucionaria era muy real, pocos años
después de las guerras mundiales y a pocos kilómetros de un bloque socialista
(el resultado de la Nueva Política Económica –NEP– que elogia Isabella) que no
siempre fue sinónimo de estancamiento. La desaparición de la amenaza
revolucionaria es gran parte de la explicación de por qué en las últimas décadas
la socialdemocracia cedió tanto y el neoliberalismo, tan poco.
El capitalismo necesita crecimiento eterno: nadie invierte
si no piensa que le va a volver más de lo que puso. Y la Tierra no soporta
crecimiento eterno. Es posible que haya que hacer alianzas tácticas con
sectores del capital para hacer viable un proyecto político transformador, pero
es importante enmarcarlas estratégicamente para no hacer nuestro el proyecto de
éstos. De lo contrario, corremos el riesgo de postergar indefinidamente la construcción
de algo nuevo. ¿Hay un umbral de Producto Interno Bruto a partir del cual se
pueda empezar a construir el socialismo? ¿Cuál va a ser la señal política de
que el crecimiento económico ya no es un juego de suma positiva? ¿Vamos a tener
fuerza en ese momento para traicionar nuestras “sólidas alianzas”? El
desarrollismo a veces suena como la peor versión del “etapismo” marxista, sólo
que para justificar políticamente lo contrario.
Hago estas preguntas porque veo cómo aun los países más
ricos del mundo son incapaces de discutir el crecimiento y siguen viéndolo como
la solución de sus problemas políticos y económicos. Acá ya sabemos, por lo
menos, que diez años de gobierno de izquierda con las tasas de crecimiento más
espectaculares del último medio siglo no alcanzan. Dudo que veinte años sí sean
suficientes. Me pregunto si, a este ritmo, viviré para ver a la izquierda de
este país replantearse el tema.
Es cierto que el crecimiento económico permitió en los
últimos años alianzas de clase amplias y dio poder de negociación a los
trabajadores gracias a la baja del desempleo. Los logros en este terreno no son
despreciables. Pero tampoco hay que negar que ese mismo crecimiento haya
generado tensiones imposibles de ocultar.
El crecimiento económico que efectivamente vivió Uruguay en
los últimos diez años tuvo lugar principalmente gracias a tres factores:
inversión extranjera, altos precios de las materias primas exportadas y consumo
interno derivado del crecimiento de los salarios. Es problemático pensar que podemos
relanzar el crecimiento sobre estas bases.
Para volver a captar grandes volúmenes de inversiones
extranjeras tenemos que ofrecernos como un país más rentable, devaluando aun
más o con más beneficios y exoneraciones al inversor, comprometiendo a futuro
la relación entre crecimiento y recaudación. En un contexto de bajo
crecimiento, eso no es compatible con mantener una política salarial
suficientemente expansiva como para que el consumo interno siga siendo un motor
del crecimiento, salvo que se recurra masivamente al endeudamiento externo para
estimular la economía (ya que aumentar los impuestos también es recesivo). Otra
salida es intensificar y tecnificar aun más la producción agrícola, para
mantener las exportaciones de materias primas aun si se reduce la demanda. Las
señales crecientemente urgentes que nos dan nuestros ríos, nuestras tierras y
el éxodo campo-ciudad desaconsejan esta salida. También se puede apostar todo a
encontrar petróleo. En un mundo asolado por el cambio climático, esto sería de
una irresponsabilidad inaceptable.
Las propuestas de Isabella son atendibles y me gustaría
verlas implementadas, pero hay que tener claro que no son las que han generado
el crecimiento de estos años y que no existen garantías (si sólo podemos usar
la historia como laboratorio) de que vayan a funcionar.
Vemos, entonces, que el crecimiento no se puede pensar en
abstracto, no da garantías y no es gratis. Y sus costos los paga el proyecto
político. Los choques con los funcionarios públicos generados por las llamadas
tercerizaciones, los contratos precarios y las sociedades anónimas propiedad
del Estado que promovió el Frente Amplio tensionan la unidad de la clase
trabajadora (es llamativo cómo Isabella señala como trabas a los trabajadores
del Estado y no al empresariado). La tendencia de los sectores más dinámicos de
la economía del conocimiento a crear empleos precarios pone en entredicho la
posibilidad de mantener las tasas de sindicalización a futuro. La apuesta a una
alianza de clases amplísima hace difícil comunicar la naturaleza del proyecto
político, instalando la sensación de que “es todo lo mismo” (las derrotas
electorales no sólo se arriesgan “por izquierda”).
Hay que pensar con precisión quiénes forman parte de la
alianza de clases frenteamplista. Parecería que todos: trabajadores, capas
medias, capitalistas y capital transnacional. No se debe tensionar las
relaciones sociales, pero ¿qué pasa si las tensionan los capitalistas,
exigiendo ajustes?
Esto es lo que está ocurriendo en Brasil. Si no podemos
ignorar los fracasos de Venezuela y Argentina, tampoco podemos ser indiferentes
a lo que pasa en nuestro vecino del norte. Allí, un gobierno con toda la
intención de dar buenas señales a los mercados y relanzar el crecimiento está
siendo cada vez más asediado por una clase empresarial que quiere ejercer
directamente el poder. Fue la clase empresarial y no la izquierda la que rompió
el pacto desarrollista. El gobierno del Partido de los Trabajadores va cediendo
de a poquito, perdiendo lentamente su razón de ser. Los fracasos en Argentina y
Venezuela serán más espectaculares, pero el de Brasil no es menos trágico.
Estamos juntos en este barco. El capitalismo dispara sobre moderados y
radicales, sin distinción.
Debemos saber que en una democracia, un día las elecciones
se van a perder y que después de eso la lucha sigue. Y que si una derrota
electoral revierte lo logrado, no será solamente por “no escuchar al pueblo”,
sino también por no haber sido audaces solidificando los avances, haciendo de
la economía social un sector relevante, desarmando el poder mediático,
formalizando y “desprecarizando” la ampliación del Estado, integrándonos con la
región y reformando la Constitución. Eso también lo tenemos que aprender de
Argentina.
En este barco, nadie tiene el monopolio del realismo: son
realistas los radicales cuando dicen que el capitalismo genera crisis y
desigualdad, y que, en última instancia, los juegos de suma cero son
inevitables. De la misma manera, el lenguaje florido y la mística no son
monopolio de los radicales: si así fuera, los “realistas” no hablarían en
nombre del bienestar de las mayorías ni de la revolución.
Para lo que viene vamos a necesitar mística y realismo por
igual, saliendo de nuestras trincheras sectoriales. Vamos a necesitar también
repensar la unidad, siendo claros en quiénes son nuestros compañeros y quiénes
son aliados circunstanciales que van a abandonar el barco a la primera
oportunidad. Vamos a tener que ser autocríticos, finos y rigurosos para
diferenciar qué cosas son maniobras astutas ante un enemigo superior y cuáles
son capitulaciones que nos suman a su flota. Y, sobre todo, vamos a necesitar
discutir sobre nuestro deseo y nuestro rumbo, para que las maniobras evasivas
no nos lleven a la nada.
Nota:
* Artículo de opinión publicado en el diario digital montevideano La Diaria el jueves 21 de enero de 2016
(http://ladiaria.com.uy/articulo/2016/1/el-partido-que-no-estaba-a-la-izquierda-del-capitalismo/).
Su autor, Gabriel Delacoste, es Licenciado en Ciencia Política y estudiante de
la Maestría en Estudios Latinoamericanos de la Facultad de Humanidades y
Ciencias de la Educación de la Universidad de la República (Montevideo,
Uruguay). Actualmente se desempeña como docente ayudante de Teoría Política
Moderna en la Facultad de Ciencias Sociales de la misma universidad. Investiga
sobre temas de historia y teoría del desarrollo en América Latina. Delacoste
también integra la red Movimientos Sociales en Movimiento (http://movimientos-sociales-en-movimiento.uy/).
El autor alude en su artículo a un debate de opiniones entre Fernando Isabella,
economista del Partido Socialista de Uruguay, miembro del Frente Amplio, y Rodrigo
Alonso, economista marxista, autor en Brecha
y otras publicaciones y miembro de ZUR (http://www.zur.org.uy/node/1).
El texto publicado originalmente por La
Diaria fue editado para la presente publicación de acuerdo al estilo del
blog.
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