La periodista Sandra Russo, hace casi una década años atrás,
publicó1 esta semblanza del hombre de apenas setenta y dos años que
ayer murió en el conurbano sur de Buenos Aires, Alberto Morlachetti:
Yo no descubrí el huevo duro ni el
agua tibia –dice Alberto Morlachetti cuando se le pregunta cuáles cree que
fueron las razones por las que cuando la organización sueca Radda Barnen (la
filial escandinava de Save the Children) evaluó el índice de reincidencia de
los menores con problemáticas delictivas que él aloja en la obra Pelota de
Trapo, ese índice fue de apenas el 2 por ciento. Ese sondeo fue realizado a
pedido de Naciones Unidas, y fue el comienzo de una serie de reconocimientos de
organismos internacionales para Morlachetti, cuyo trabajo transcurre constante,
en silencio, rodeado de una bandada de colaboradores que lo adoran, en varias
manzanas del partido de Avellaneda.
Morlachetti decía que él no
descubrió ni el huevo duro ni el agua tibia, porque lo que viene haciendo desde
l974, mucho antes de que la problemática de los menores institucionalizados
estallara, fue, según él mismo explica, aplicar un concepto que rescató del
educador brasileño Paulo Freire: “Nuestro compromiso con los niños no es
caritativo ni piadoso; es un compromiso amoroso”.
Tapa de diarios fue Juan Carlos
Blumberg, cuyo caballito de batalla es bajar la edad de imputabilidad de los
menores. Pero nunca Alberto Morlachetti. Sí fue tapa de diarios una de sus
iniciativas más potentes: la Marcha de los Chicos del Pueblo, que cada año
recorre el país para hacer visibles esos cuerpitos débiles que tienen voz pero
no encuentran oídos. Las pancartas que levantan esos niños incluyen una leyenda
contundente: “El hambre es un crimen”.
Morlachetti es sociólogo pero se le
nota poco. No es la teoría lo suyo. Es la acción, la obra, el proyecto
concretado. En l974, después de una vida difícil y pobre, agradecido al lugar
que le dio Evita a la niñez de su generación, Morlachetti creó La Casa de los
Niños, y lo hizo con un crédito que consiguió merced a la hipoteca de su casa.
Años más tarde, en l982, todavía en dictadura y advirtiendo la noche que,
aunque llegara la democracia, amenazaba a los niños pobres, que fueron más,
cada vez más, cada año más, y cada día más pobres todavía, fundó el Hogar
Pelota de Trapo, que empezó en una cancha de fútbol donde se filmó aquella
película clásica nacional. Allí, hoy hay niños, niñas y adolescentes que son
cuidados y educados con una premisa que Morlachetti desparrama en todas sus
obras: esos niños y niñas tienen derecho también a la belleza. No quiere
hogares pobres para pobres. Quiere hogares dignos, comida rica, calor en
invierno y refresco en verano, quiere subir el piso al que tiene derecho un
niño pobre. No basta con llenarle la panza y darle un techo. Tiene que tener
trabajo, juego, diversión. Como cualquier otro. Esta idea, más bien simple, no
es la que rige en otros hogares de este tipo. “Son como mis hijos, tengo que
darles lo que le daría a un hijo”, dice él.
Y lo que cualquier hijo recibe de
su padre es básicamente la certeza de una presencia. Ese es el gran
descubrimiento de Morlachetti y ésa es acaso la razón por la que los chicos que
tienen la suerte de entrar en alguno de los hogares de Pelota de Trapo no
desperdician. Hay alguien. En las buenas y en las malas, hay alguien. Si hay un
logro, hay alguien. Si hay un fracaso, también. Y ellos devuelven lo que
reciben. En esos hogares de Avellaneda en los que hay perfume a tuco y a gajos
de naranja, flota en el aire eso que bien podría llamarse amor.
El 1986, Morlachetti creó el Hogar
Juan Salvador Gaviota, para chicos con causas penales y chicos abandonados.
Esos chicos necesitaban –se dio cuenta él con el tiempo– ocupar sus horas en
algo enaltecedor y productivo. Y así y por eso nació poco después la Escuela
Talleres Gráficos Manchita, una imprenta en la que, entre otras cosas, se edita
el boletín Pelota de Trapo, cuyo objetivo es cambiar el eje de la mirada sobre
estos niños: no son el enemigo. Son las víctimas de un sistema que les cierra
la puerta en la cara.
Y también nació luego la Panadería
Panipan, que abastece a los hogares y al barrio, y donde los chicos mayores
trabajan orgullosamente y muestran sus masas, sus facturas, sus galletas, sus
alfajores y empiezan a ofrecer servicios de catering. Y también está el Jardín
Maternal Pulguitas, para los más chiquitos. Y en Florencio Varela está la
granja Azul, un lugar de recreación en el que los chicos también descansan, se
ríen, se divierten.
El universo que Alberto Morlachetti
creó para esos chicos es amable, acogedor, amoroso. Hay palabra de honor y
confianza en el otro. El no descansa. Siempre hay algún nuevo proyecto dando
vueltas y siempre es poco todo lo que se hace. Pero en cada eslabón de esta
cadena de trabajo que, en resumen, es la vida misma de Morlachetti, lo que hay
es una causa abonada con constancia y convicción. Hay resto para atajar al más
débil en un país en el que los débiles han sido siempre maltratados. Por todo
eso, para Alberto, una tapa y más que una tapa, un abrazo en nombre de todas
las vidas jóvenes que rescató del destino que tenían marcado.
Nota:
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