La historia del siglo XX –al que algunos pocos han llamado
siglo corto en contraste con un largo XIX nacido con la Revolución Francesa, y
dando por su inicio el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, y su
final en 1989 con el salto hacia el vacío o un lejano porvenir de la entonces
llamada Perestroika– fue signada también por la Segunda Guerra y su final.
Hay una lapso no breve entre el asalto a Berlín por el Ejército
Rojo, culminado el 30 de abril de 1945, el suicidio un día después de Hitler,
Goebbels y otros jerarcas nazis y la rendición del 2 de mayo, y el 15 de
agosto, más de tres meses, cuando tras los bombardeos atómicos de Hiroshima y
Nagasaki se da por concluida esa guerra.
Las dos populosas ciudades japonesas sufrieron las
consecuencias de una doble lección: la de la crueldad final de un antiguo imperio
declinante, el japonés, y la de un imperio floreciente, el del capitalismo
estadounidense, intrigante y tramposo.
Las ciencias duras, generalmente “apolíticas”, llegaron
tarde. Casi en soledad Albert Einstein, siete años antes de los bombardeos
atómicos quizá procuró evitarlos, advirtiendo por carta al presidente
estadounidense Roosvelt que una detonación de ese tipo tendría efectos
devastadores. La misma expresión, devastación, empleo luego el sucesor de
Roosvelt, Harry Truman, anunciándosela al Gobierno japonés, y con la
complicidad británica y canadiense ordenó bombardear.
Se dice que hasta en el Kremlin hubo asombro. La Unión
Soviética probablemente hubiera querido terminar la guerra de manera
convencional, procurando disminuir el número de víctimas y sus sufrimientos.
Las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki fueron producto de una desproporcionada
soberbia.
Nosotros creemos que el hecho esencial de la rendición del
nazismo que ahora se conmemora fue la victoria en Berlín. En Estados Unidos y
sus aliados aquel resurge, y sobran las muestras en el mundo entero. Por eso es
que también creemos que el siglo XX se ha entrañado en el XXI, es decir, no
acabó en 1989…
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