El presente artículo de
Zibechi, investigador y periodista uruguayo quien también escribe para la
revista montevideana Brecha, fue
publicado el viernes 7 de marzo por el diario La Jornada, de México (http://www.jornada.unam.mx/2014/03/07/index.php?section=politica&article=025a1pol&partner=rss).
Nosotros lo hemos tomado de la distribución que hizo Comunicación Participativa desde el Cono Sur (Comcosur), Montevideo
(http://nuevo.comcosur.org/).
Parece evidente que estamos ante un recodo de la historia. Lo que suceda en los próximos años, sumado a lo que ya está sucediendo, tendrá efectos de largo plazo. Lo que hagamos, o lo que dejemos de hacer, va a tener alguna influencia en el destino inmediato de nuestras sociedades. Sabemos que es necesario actuar, pero no está claro que seamos capaces de hacerlo en la dirección adecuada.
Los recientes sucesos en Ucrania y Venezuela intensificaron
la sensación de que estamos ante momentos decisivos. Esta coyuntura devela que
la violencia jugará un papel decisivo en la definición de nuestro futuro.
Guerra entre estados, lucha entre clases, conflictos violentos entre los más
diversos grupos, desde pandillas hasta organizaciones de narcotraficantes. Como
sucedió en otros periodos de la historia, la violencia empieza a decidir
coyunturas y crisis.
La violencia no es la solución, y cuanto más tiempo podamos
aplazarla, tanto mejor. “Sin violencia no podemos lograr nada. Pero la
violencia, por muy terapéutica y eficaz que sea, no resuelve nada”, escribió
Immanuel Wallerstein en el prefacio del libro de Frantz Fanon Piel negra, máscaras
blancas (Akal, 2009). Estar preparados para la violencia, pero subordinarla al
objetivo del cambio social, es parte de los debates estratégicos necesarios.
Menciono la cuestión de la violencia porque de eso se trata
en Venezuela y en Ucrania, en Bosnia, Sudán del Sur, Siria y cada vez más
lugares. Nos guste o no, los conflictos no se están resolviendo en las urnas,
sino en las calles y en las barricadas, mediante artes insurreccionales que las
derechas están aprendiendo a utilizar para sus fines, apoyadas por las grandes
potencias occidentales, Estados Unidos y Francia en lugar muy destacado. La
llamada democracia languidece y tiende a desaparecer.
No me canso de leer y reproducir la visión que trasmitió el
periodista Rafael Poch de la
plaza Maidán de Kiev: “En sus momentos más masivos ha
congregado a unas 70 mil personas en esta ciudad de 4 millones de habitantes.
Entre ellos hay una minoría de varios miles, quizá cuatro o cinco mil,
equipados con cascos, barras, escudos y bates para enfrentarse a la policía. Y dentro de
ese colectivo hay un núcleo duro de quizás mil o mil 500 personas puramente
paramilitar, dispuestos a morir y matar, lo que representa otra categoría. Este
núcleo duro ha hecho uso de armas de fuego” (La Vanguardia, 25/2/14).
Multitudes protestando y pequeños núcleos decididos y
organizados enfrentándose a los aparatos estatales a los que suelen desbordar.
Lo consiguen por tres motivos: porque hay decenas de miles en las calles que
representan el sentir de una parte de la sociedad, que legitima la protesta;
porque hay una “vanguardia” a menudo entrenada y financiada desde fuera, y
porque el régimen no está en condiciones de reprimirlos, ya sea por debilidad,
falta de convicción o porque no tiene un plan para el día siguiente.
Que las derechas hayan fotocopiado las formas de hacer de
los revolucionarios y las utilicen para sus fines, y que cuenten con abundante
apoyo del imperialismo, no hace a la cuestión central: ¿cómo enfrentar
situaciones en las que el Estado es desbordado, neutralizado o usado contra los
de abajo?
Mi primera hipótesis es que las fuerzas antisistémicas no
estamos preparadas para actuar sin el paraguas estatal. Casi todos los
gobiernos progresistas del continente fueron posibles gracias a la acción
directa en las calles, pagando un alto precio por poner el cuerpo a las balas,
pero esa dinámica queda demasiado lejos y ya no es patrimonio de los
movimientos. Poner el cuerpo dejó de ser el sentido común de la protesta, sobre
todo desde que reapareció el escudo estatal con los gobiernos progresistas.
La segunda es que la confianza en el Estado paraliza y
desarma moralmente a las fuerzas antisistémicas. A mi modo de ver, la peor
consecuencia de esta confianza es que hemos desarmado nuestras viejas
estrategias. Este punto tiene dos pliegues: por un lado, no está claro por qué
mundo luchamos, toda vez que el socialismo estatista dejó de ser proyección de
futuro. Por otro, porque no está a debate si nos afiliamos a las tesis
insurreccionales o a la guerra popular prolongada, o sea a las tipologías
europea y tercermundista de la revolución.
No quiero detenerme en la cuestión electoral porque no la
considero una estrategia para cambiar el mundo, ni siquiera un modo de acumular
fuerzas. Entiendo que hay gobiernos mejores y peores, pero no podemos tomar en
serio el camino electoral como una estrategia revolucionaria. En suma, no
estamos debatiendo el cómo. En tanto, las derechas sí tienen estrategias, en
las que lo electoral juega un papel decorativo.
Entre la insurrección y la guerra popular, el zapatismo
inaugura un nuevo camino, que combina la construcción de poderes no estatales
defendidos armas en mano por las comunidades y bases de apoyo, con la
construcción de un mundo nuevo y diferente en los territorios que esos poderes
controlan.
Puede argumentarse que se trata de una variable de la guerra
popular esbozada por Mao y Ho Chi Minh. No lo veo de esa manera, más allá de
alguna similitud formal. Creo que la innovación radical del zapatismo no puede
comprenderse sin asimilar la rica experiencia del movimiento indígena y del
feminismo, en un punto crucial: no luchan por la hegemonía, no quieren imponer
sus modos de hacer. Hacen; y que los demás decidan si acompañan o no.
En este argumento hay una trampa. No se puede “luchar por la
hegemonía” porque sería trasmutarla en dominación, algo que las revoluciones
triunfantes olvidaron muy pronto. La hegemonía se consigue “naturalmente”, por
usar un término afín a Marx: por contagio, empatía o resonancia, con modos de
hacer que convencen y entusiasman. Me parece que recuperar el debate
estratégico es más importante para cambiar el mundo que la enésima denuncia
contra el imperialismo. Que sigue siendo necesario firmar manifiestos, pero no
alcanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario