—Qué tal, cómo le va, cómo se siente —pregunta el médico.
—Bien, normal… —le respondo—, he venido para presentarme,
seré tu paciente, tengo setenta y dos años y acabo de jubilarme. Pero me siento
bien, hago vida normal, trabajo…
A Daniel H., joven y cordial médico que me asignó el
instituto del Estado argentino para la seguridad social de jubilados y
pensionados, no le digo de mis pesares y esperanzas del orden político. Si él,
en alguna ocasión, me preguntara el porqué creo yo suceden mis variaciones de
presión arterial, probablemente le explicaría. No los problemas arteriales y
venosos, claro que no, que Daniel conoce muchísimo mejor.
Probablemente le explicaría, si no demorara la atención de
otros pacientes con ello, que de chiquilín, con menos de quince años, manejaba
una máquina herramienta como la de la fotografía. Una
limadora. Una máquina herramienta que operada por el obrero va con
sus repetidos movimientos rectilíneos, como una poderosa gubia, extrayendo
material metálico para dar forma a una pieza antes diseñada y dibujada
milimétricamente. El operador, yo mismo en mis recuerdos, va alzando o bajando
la herramienta girando en un sentido o en otro una manivela en la torreta del
torpedo que va y viene, mientras la mesa automáticamente se desplaza en
transversal dirección con su morsa y el sujeto trozo de acero que se forma.
Tenía quince años, como mis compañeros de la escuela técnica
(en aquellos años escuela industrial de la nación), y aprendíamos a interpretar
un plano, a dibujar con tiza y gramil un perfil, y a preparar y manipular la
máquina limadora para producir la pieza que luego iría a otros procesos de
maquinado: torneado y fresado.
En una etapa final antes de incorporar la parte fabricada a
un mecanismo más complejo (otra máquina nueva que se enviaría a otras escuelas
industriales para ser empleadas en prácticas como las nuestras), se le
aumentaba la tenacidad general y la dureza superficial. Para ese proceso,
difícil y peligroso, nosotros asistíamos al maestro de taller quien manipulaba
la pieza sobre la fragua y luego la sumergía en las sales de cianuro fundidas.
En un extremo del gran taller, debajo de la sala de dibujo
técnico, estaba el pañol del taller de ajuste y montaje. Por turnos los
estudiantes, que también barríamos los pisos y aceitábamos morsas y máquinas al
final de cada jornada de prácticas, nos encargábamos de mantener ordenado el
pañol: el lugar donde se guardaban las herramientas de mano, manuales o
eléctricas, los lubricantes en pasta y líquidos, piezas mecánicas pequeñas,
barras y otros perfiles de acero y también las sales de cianuro.
Las sales de cianuro estaban en un gran frasco de vidrio
grueso con tapa de baquelita roscada, con una etiqueta que mostraba una
calavera con dos huesos cruzados y una leyenda con grandes caracteres: veneno.
¡Quince años! Aprendíamos, y jugábamos… A veces nos
reprendían porque jugábamos demasiado. Nos reíamos. Descubríamos sensaciones
nuevas con nuestras amigas de la escuela de maestras y bachilleres que estaba a
sólo doscientos metros de nuestra técnica entonces todavía solamente para
varones, y defendimos con cortes de calles, manifestaciones y pegatinas de
carteles la escuela pública, la enseñanza para todas y todos, gratuita, laica,
cuando Arturo Frondizi (buscar en la Internet) abrió en Argentina las primeras puertas
al “nuevo” capitalismo.
Pero nunca jugamos con las sales de cianuro, ni con las
máquinas que fabricábamos para que fueran a otras escuelas industriales.
Teníamos conciencia de nuestro papel en la historia. Fue cuando algunos
compañeros del flamante centro de estudiantes me encargaron la redacción e
“impresión” de una revista. Fue mi primera ocupación literaria y periodística.
La revista era escrita y dibujada totalmente a mano y con tinta china sobre
papel “vegetal”, “calco”, transparente, y luego, con la anuencia del profesor
de dibujo técnico, hacía copias heliográficas impresionando con luz a través
del “calco” un papel sensible que enrollado se revelaba en un cajón con gases
de amoníaco. Cada diez o quince minutos de la media hora que duraba la
operación tenía que salir al patio a respirar, ahogado por el amoníaco.
Ahora tengo setenta y dos años cumplidos, cada trescientos
sesenta y cinco días debo renovar mi licencia para conducir automóviles, y en
el transcurso del tiempo vivido manejé máquinas limadoras, soldadoras
eléctricas y oxiacetilénicas, dibujé con tinta china sobre tableros en papel
transparente, escribí en revistas, manejé vehículos, fabriqué tallarines,
reparé máquinas de escribir, teletipos, aparatos de laboratorios bioquímicos,
defendí los modos democráticos en la vida social, enfrenté injusticias y a las
dictaduras, compuse y redacté disposiciones municipales y ahora también corrijo
el estilo editorial de textos académicos de las ciencias sociales.
No hace mucho una joven autora, luego docente e
investigadora universitaria, con su tesis de licenciatura premiada con la
edición que a mí me encargaron cuidar, conforme con mi colaboración, me
preguntó que acreditaciones tenía para desenvolver ese trabajo. “Soy mecánico”,
le respondí con una sonrisa.
Pienso, y es mi profundo pesar, que si fuéramos ahora en el
mundo multitudes de mecánicos enseñados como nos enseñaban aquellos otros
mecánicos y maestros de mecánicos, si fuéramos multitudes de mecánicos imbuidos
de las filosofías de la mecánica y de la política, y conscientes del rol
histórico a desempeñar, multitudes de mecánicos nuevos, sí, jóvenes, actuales, ya
nacidos en la era digital o naturalizados en ella, vigorosos, hermosas y
hermosos mecánicas y mecánicos, enamorados de la vida y gozosos, no habría
linchamientos entre pares (unos pares con aparente suerte y otros simplemente
desgraciados), no habría todavía tantos nazis y fascistas, no habría hambre ni
injusticias como ahora, habría menos ricos y menos pobres, menos vigilancia y
menos castigos, y hasta quizá tampoco habría aviones perdidos.
Así le explicaría a Daniel H. el porqué de mis alteraciones
de la presión arterial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario