Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y
con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la
novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden
universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le
pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el cielo, que van
por el aire dormido engullendo mundos. Lo que quede de aldea en América ha de
despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino
con las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas
del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que
trincheras de piedra.
No hay proa que taje una nube de ideas. Una idea enérgica,
flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio
final, a un escuadrón de acorazados. Los pueblos que no se conocen han de darse
prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos. Los que se enseñan los
puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa
chica, que le tiene envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean
una las dos manos. Los que, al amparo de una tradición criminal, cercenaron,
con el sable tinto en la sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano
vencido, del hermano castigado más allá de sus culpas, si no quieren que les
llame el pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. Las deudas del
honor no las cobra el honrado en dinero, a tanto por la bofetada. Ya no podemos
ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor,
restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y
talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase
el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida,
y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes.
A los sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no
tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a
ellos, se lo niegan a los demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo
canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y
dicen que no se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos
insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre. Si son
parisienses o madrileños, vayan al Prado, de faroles, o vayan al Tortoni, de
sorbetes. ¡Estos hijos de carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea
carpintero! ¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan
delantal indio, de la madre que los crió, y reniegan, ¡bribones!, de la madre
enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es el
hombre?, ¿el que se queda con la madre, a curarle la enfermedad, o el que la
pone a trabajar donde no la vean, y vive de su sustento en las tierras
podridas, con el gusano de corbata, maldiciendo del seno que lo cargó, paseando
el letrero de traidor en la espalda de la casaca de papel? ¡Estos hijos de
nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a más; estos
desertores que piden fusil en los ejércitos de la América del Norte, que ahoga
en sangre a sus indios, y va de más a menos! ¡Estos delicados, que son hombres
y no quieren hacer el trabajo de hombres! Pues el Washington que les hizo esta
tierra ¿se fue a vivir con los ingleses, a vivir con los ingleses en los años
en que los veía venir contra su tierra propia? ¡Estos “increíbles” del honor,
que lo arrastran por el suelo extranjero, como los increíbles de la Revolución
francesa, danzando y relamiéndose, arrastraban las erres!
Ni ¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en
nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de
indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos
de un centenar de apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás, en menos
tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas. Cree el
soberbio que la tierra fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la
pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e irremediable a su
república nativa, porque no le dan sus selvas nuevas modo continuo de ir por el
mundo de gamonal famoso, guiando jacas de Persia y derramando champaña. La
incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y
grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición
singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en
los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un
decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una
frase de Sieyés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que
es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen
gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el
francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir
guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país
mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y
disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo
que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del
país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha
de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el
equilibrio de los elementos naturales del país.
Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el
hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales.
El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la
civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. El
hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior, mientras
ésta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él,
que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la
fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el
interés. Por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido
los tiranos de América al poder; y han caído en cuanto les hicieron traición.
Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los
elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar
con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.
En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los
incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con la mano,
allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es
perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen
bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella. ¿Cómo han
de salir de las Universidades los gobernantes, si no hay Universidad en América
donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de
los elementos peculiares de los pueblos de América? A adivinar salen los
jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un
pueblo que no conocen. En la carrera de la política habría de negarse la
entrada a los que desconocen los rudimentos de la política. El premio de los
certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los
factores del país en que se vive. En el periódico, en la cátedra, en la
academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país.
Conocerlos basta, sin vendas ni ambages: porque el que pone de lado, por
voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le
faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella.
Resolver el problema después de conocer sus elementos, es más fácil que
resolver el problema sin conocerlos. Viene el hombre natural, indignado y
fuerte, y derriba la justicia acumulada de los libros, porque no se la
administra en acuerdo con las necesidades patentes del país. Conocer es
resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único
modo de librarlo de tiranías. La universidad europea ha de ceder a la
universidad americana. La historia de América, de los incas a acá, ha de
enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra
Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los
políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en
nuestras Repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras
Repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el
hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.
Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo
pinto de indio y criollo, venimos, denodados, al mundo de las naciones. Con el
estandarte de la Virgen salimos a la conquista de la libertad. Un cura, unos
cuantos tenientes y una mujer alzan en México la república en hombros de los
indios. Un canónigo español, a la sombra de su capa, instruye en la libertad
francesa a unos cuantos bachilleres magníficos, que ponen de jefe de Centro
América contra España al general de España. Con los hábitos monárquicos, y el
Sol por pecho, se echaron a levantar pueblos los venezolanos por el Norte y los
argentinos por el Sur. Cuando los dos héroes chocaron, y el continente iba a
temblar, uno, que no fue el menos grande, volvió riendas. Y como el heroísmo en
la paz es más escaso, porque es menos glorioso que el de la guerra; como al
hombre le es más fácil morir con honra que pensar con orden; como gobernar con
los sentimientos exaltados y unánimes es más hacedero que dirigir, después de
la pelea, los pensamientos diversos, arrogantes, exóticos o ambiciosos; como
los poderes arrollados en la arremetida épica zapaban, con la cautela felina de
la especie y el peso de lo real, el edificio que había izado, en las comarcas
burdas y singulares de nuestra América mestiza, en los pueblos de pierna
desnuda y casaca de París, la bandera de los pueblos nutridos de savia
gobernante en la práctica continua de la razón y de la libertad; como la
constitución jerárquica de las colonias resistía la organización democrática de
la República, o las capitales de corbatín dejaban en el zaguán al campo de
bota-de-potro, o los redentores bibliógenos no entendieron que la revolución
que triunfó con el alma de la tierra, desatada a la voz del salvador, con el
alma de la tierra había de gobernar, y no contra ella ni sin ella, entró a
padecer América, y padece, de la fatiga de acomodación entre los elementos
discordantes y hostiles que heredó de un colonizador despótico y avieso, y las
ideas y formas importadas que han venido retardando, por su falta de realidad
local, el gobierno lógico. El continente descoyuntado durante tres siglos por
un mando que negaba el derecho del hombre al ejercicio de su razón, entró,
desatendiendo o desoyendo a los ignorantes que lo habían ayudado a redimirse,
en un gobierno que tenía por base la razón; la razón de todos en las cosas de
todos, y no la razón universitaria de uno sobre la razón campestre de otros. El
problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de
espíritu.
Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar
el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores. El
tigre, espantado del fogonazo, vuelve de noche al lugar de la presa. Muere
echando llamas por los ojos y con las zarpas al aire. No se le oye venir, sino
que viene con zarpas de terciopelo. Cuando la presa despierta, tiene al tigre
encima. La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra América se está
salvando de sus grandes yerros –de la soberbia de las ciudades capitales, del
triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las
ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen–
por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha
contra la colonia. El tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada
esquina. Morirá, con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos.
Pero “estos países se salvarán”, como anunció Rivadavia el
argentino, el que pecó de finura en tiempos crudos; al machete no le va vaina
de seda, ni en el país que se ganó con lanzón se puede echar el lanzón atrás,
porque se enoja, y se pone en la puerta del Congreso de Iturbide “a que le
hagan emperador al rubio”. Estos países se salvarán, porque, con el genio de la
moderación que parece imperar, por la armonía serena de la Naturaleza, en el
continente de la luz, y por el influjo de la lectura crítica que ha sucedido en
Europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la generación
anterior, le está naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real.
Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de
petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de
Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de
España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la
cumbre del monte, a bautizar a sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche
la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El
campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad
desdeñosa, contra su criatura. Éramos charreteras y togas, en países que venían
al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. El genio
hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de
los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo
lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se
alzaron y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y
el prebendado. La juventud angélica, como de los brazos de un pulpo, echaba al
Cielo, para caer con gloria estéril, la cabeza coronada de nubes. El pueblo
natural, con el empuje del instinto, arrollaba, ciego del triunfo, los bastones
de oro. Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma
hispanoamericano. Se probó el odio, y los países venían cada año a menos.
Cansados del odio inútil, de la resistencia del libro contra la lanza, de la
razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de
las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa o inerte, se
empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos, y se
saludan. “¿Cómo somos?” se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son.
Cuando aparece en Cojímar un problema, no van a buscar la solución a Danzig.
Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de
América. Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en
la masa y la levantan con la levadura de su sudor. Entienden que se imita
demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de
esta generación. El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino! Se
entiende que las formas de gobierno de un país han de acomodarse a sus
elementos naturales; que las ideas absolutas, para no caer por un yerro de
forma, han de ponerse en formas relativas; que la libertad, para ser viable,
tiene que ser sincera y plena; que si la república no abre los brazos a todos y
adelanta con todos, muere la república. El tigre de adentro se entra por la
hendija, y el tigre de afuera. El general sujeta en la marcha la caballería al
paso de los infantes. O si deja a la zaga a los infantes, le envuelve el
enemigo la caballería. Estrategia es política. Los pueblos han de vivir
criticándose, porque la crítica es la salud; pero con un solo pecho y una sola
mente. ¡Bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos! ¡Con el fuego del
corazón deshelar la América coagulada! ¡Echar, bullendo y rebotando por las
venas, la sangre natural del país! En pie, con los ojos alegres de los
trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro, los hombres nuevos americanos.
Surgen los estadistas naturales del estudio directo de la Naturaleza. Leen para
aplicar, pero no para copiar. Los economistas estudian la dificultad en sus
orígenes. Los oradores empiezan a ser sobrios. Los dramaturgos traen los
caracteres nativos a la escena. Las academias discuten temas viables. La poesía
se corta la melena zorrillesca y cuelga del árbol glorioso el chaleco colorado.
La prosa, centelleante y cernida, va cargada de idea. Los gobernadores, en las
repúblicas de indios, aprenden indio.
De todos sus peligros se va salvando América. Sobre algunas
repúblicas está durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan
a pie a la mar, a recobrar, con prisa loca y sublime, los siglos perdidos.
Otras, olvidando que Juárez paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento
y de cochero a una bomba de jabón; el lujo venenoso, enemigo de la libertad,
pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero. Otras acendran, con el
espíritu épico de la independencia amenazada, el carácter viril. Otras crían,
en la guerra rapaz contra el vecino, la soldadesca que puede devorarlas. Pero
otro peligro corre, acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino de la
diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores
continentales, y es la hora próxima en que se le acerque demandando relaciones
íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña. Y como
los pueblos viriles, que se han hecho de sí propios, con la escopeta y la ley,
aman, y sólo aman, a los pueblos viriles; como la hora del desenfreno y la
ambición, de que acaso se libre, por el predominio de lo más puro de su sangre,
la América del Norte, o el que pudieran lanzarla sus masas vengativas y
sórdidas, la tradición de conquista y el interés de un caudillo hábil, no está
tan cercana aún a los ojos del más espantadizo, que no dé tiempo a la prueba de
altivez, continua y discreta, con que se la pudiera encarar y desviarla; como
su decoro de república pone a la América del Norte, ante los pueblos atentos
del Universo, un freno que no le ha de quitar la provocación pueril o la
arrogancia ostentosa, o la discordia parricida de nuestra América, el deber
urgente de nuestra América es enseñarse como es, una en alma e intento,
vencedora veloz de un pasado sofocante, manchada sólo con sangre de abono que
arranca a las manos la pelea con las ruinas, y la de las venas que nos dejaron
picadas nuestros dueños. El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es
el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está
próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe.
Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia. Por el respeto,
luego que la conociese, sacaría de ella las manos. Se ha de tener fe en lo
mejor del hombre y desconfiar de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor
para que se revele y prevalezca sobre lo peor. Si no, lo peor prevalece. Los
pueblos han de tener una picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra
para quien no les dice a tiempo la verdad.
No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la naturaleza, donde resalta, en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas. Pero en el amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte declara perecederas e inferiores. Pensar es servir. Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres biliosos y trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que, con menos favor de la historia, suben a tramos heroicos la vía de las repúblicas; ni se han de esconder los datos patentes del problema que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental. ¡Porque ya suena el himno unánime; la generación actual lleva a cuestas, por el camino abonado por los padres sublimes, la América trabajadora; del Bravo a Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó el Gran Zemí, por las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la América nueva!
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