En la fotografía (celag),
una urbanización espontánea de autoconstrucciones de familias trabajadoras en
predios ex portuario-ferroviarios en Retiro (terminales ferroviarias y de
ómnibus de larga distancia), en la Ciudad de Buenos Aires entre el Aeroparque
metropolitano y el barrio de costosas residencias sobre la avenida Del
Libertador y frente a la plaza San Martín, donde nacen la tradicional avenida
Santa Fe y la calle Florida.
“El debate que faltaba en América Latina”, por Agustín Lewit*
El escenario político ecuatoriano de las últimas semanas,
signado por los apoyos y las resistencias que suscitaron dos leyes promovidas
por el Ejecutivo de dicho país –la ley de Herencia y la ley de Plusvalía–,
asoma como un terreno fértil para pensar que el núcleo económico duro de
nuestros entramados sociales –por naturaleza, generadores de desigualdades–
todavía no ha sido perforado ni menos aún desactivado.
En principio, porque ambas leyes proponen problematizar dos
aspectos claves del orden capitalista en general: la herencia, mecanismo
impulsor por antonomasia de la acumulación y la concentración
intergeneracional, y la plusvalía, que, aun cuando el proyecto no se ciña de
manera estricta a la célebre acepción que el marxismo le dio al término, apunta
a su misma naturaleza, vale decir, regular una ganancia extraordinaria, en este
caso puntual, en el ámbito inmobiliario.
Incluso sin ahondar en detalles, no es difícil divisar la
potencia redistributiva de los dos proyectos en cuestión: aplicar impuestos
allí donde la riqueza –siempre generada socialmente– se concentra, para luego
desparramarla entre los amplios sectores que hasta entonces la veían circular
de lejos. Además de reponer un principio de ordenamiento social igualitario y
democratizador, las iniciativas del gobierno ecuatoriano refuerzan una de las
claves centrales de aquello que, de una forma quizás un tanto general, se
nombra como “la nueva época regional”: es el Estado –más que cualquier otro
actor– quien tiene la capacidad para generar marcos de igualdad más amplios. Es
en el Estado –y no en otro lugar– donde se deben sentar las condiciones para
una democracia sustancial.
La “osadía desmedida” que suponen tanto la ley de Herencia
como la de Plusvalía –de inconfundible signo plebeyo ambas y, por eso mismo,
imperdonables para los sectores poderosos acostumbrados a moverse a sus anchas–
significa un salto cualitativo respecto a lo avanzado estos años. En efecto,
Correa parece haber entendido, interpelado además por un contexto económico
internacional complicado, que no basta con generar trabajo que incluya, a su
vez, por la vía del consumo; que no alcanza con nacionalizar gran parte de la
explotación de los recursos naturales y socializar los fondos allí obtenidos;
que no son suficientes los numerosos programas de transferencia económica que han
restituido derechos fundamentales a millones de sudamericanos desatendidos. En
consecuencia, si el horizonte efectivamente se sitúa en la construcción de
sociedades realmente igualitarias, pues indefectiblemente, más temprano o más
tarde, habrá que hacer estallar los viciosos circuitos mediante los cuales la
riqueza siempre se acapara en unas pocas manos. No hay muchas vueltas: los
ficcionales escenarios de “todos ganan” en algún momento comienzan a mostrar la
costura.
Está claro que asumir la quijotesca tarea de democratizar la
distribución de la riqueza en absoluto es una tarea sencilla. Supone, ni más ni
menos, que subvertir órdenes solidificados por décadas –sino siglos– y resistir
las furibundas embestidas de quienes hasta ahora han tenido la manija. Esos
sectores cuentan, entre otras cosas, con la mayoría de los medios de
comunicación –hasta ahora, la principal herramienta para construir hegemonía– y
una clase media temerosa y propensa a abrazar causas ajenas, incluso cuando las
mismas resultan a todas luces dañinas de sus propios intereses. Coadyuva al
espinoso escenario una izquierda obtusa e infantil y con serias dificultades
para leer la coyuntura con la fineza y seriedad que amerita.
Pero no por difícil el desafío desaparece. El gobierno de Correa
ha dado un paso fundamental para iniciar un debate por demás postergado en la
región. Los últimos años restituyeron la confianza y la certeza de que es
posible mejorar la vida de las mayorías sociales. El quantum de eso encierra
una disputa política fundamental que, ojalá, empiece a emerger con toda la
fuerza que requiere.
Nota:
* Agustín Lewit es politólogo y editor-redactor de http://www.nodal.am/, colaborador de TeleSURtv.net, miembro del Centro
Estratégico Latinoamericano de Geopolítica e investigador en el Centro Cultural
de la Cooperación, de Argentina. El presente es un artículo de opinión
inicialmente publicado por el Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica
(CELAG): http://www.celag.org/
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