El
presente artículo de Beinstein (70 años, argentino), economista marxista y
docente universitario especializado en prospectiva económica, fue originalmente
publicado el pasado domingo 26 de junio por el suplemento Cash del diario de
Buenos Aires Página/12 (http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/cash/17-9424-2016-06-27.html). Ya hemos incluido en este blog otros
artículos del autor porque sus trabajos son referencia imprescindible para el
análisis y la comprensión de la problemática histórica, social y política
latinoamericana. Su sitio en internet es: http://beinstein.lahaine.org/
G.E.
La coyuntura global está marcada por una crisis deflacionaria motorizada
por las grandes potencias. La caída de los precios de las commodities descubre el desinfle de la demanda internacional
mientras tanto se estanca la ola financiera, muleta estratégica del sistema
durante las últimas cuatro décadas. La crisis de la llamada financierización de
la economía mundial va ingresando de manera zigzagueante en una zona de
depresión, las principales economías capitalistas tradicionales crecen poco o
nada y China se desacelera rápidamente. No presenciamos la “recomposición”
política-económica-militar del sistema como lo fue la reconversión keynesiana
(militarizada) de los años 1940 y 1950 sino su degradación general.
El progresismo
Inmersa en este mundo se despliega la coyuntura latinoamericana donde
convergen dos hechos notables: la declinación de las experiencias progresistas
y la prolongada degradación del neoliberalismo que las precedió y las acompañó
desde países que no entraron en esa corriente de la que ahora ese neoliberalismo
degradado aparece como el sucesor.
Los progresismos latinoamericanos se instalaron sobre la base de los
desgastes y en ciertos casos de las crisis de los regímenes neoliberales y
cuando llegaron al gobierno los buenos precios internacionales de las materias
primas sumados a políticas de expansión de los mercados internos les
permitieron recomponer la gobernabilidad.
El ascenso progresista se apoyó en dos impotencias; la de la derechas
que no podían asegurar la gobernabilidad, colapsadas en algunos casos (Bolivia
en 2005, Argentina en 2001-2002, Ecuador en 2006, Venezuela en 1998) o
sumamente deterioradas en otros (Brasil, Uruguay, Paraguay) y la impotencia de
las bases populares que derrocaron gobiernos, desgastaron regímenes pero que
incluso en los procesos más radicalizados no pudieron imponer revoluciones,
transformaciones que fueran más allá de la reproducción de las estructuras de
dominación existentes.
En Brasil el zigzagueo entre un neoliberalismo “social” y un
keynesianismo light casi irreconocible fue reduciendo el espacio de poder de un
progresismo que desbordaba fanfarronería “realista” (incluida su astuta
aceptación de la hegemonía de los grupos económicos dominantes). La dependencia
de las exportaciones de commodities y
el sometimiento a un sistema financiero local transnacionalizado terminaron por
bloquear la expansión económica. Finalmente, la combinación de la caída de los
precios internacionales de las materias primas y la exacerbación del pillaje
financiero precipitaron una recesión que fue generando una crisis política
sobre la que empezaron a cabalgar los promotores de un “golpe blando” ejecutado
por la derecha local y monitoreado por los Estados Unidos.
En Argentina el “golpe blando” se produjo protegido por una máscara electoral
forjada por una manipulación mediática desmesurada. El progresismo kirchnerista
en su última etapa había conseguido evitar la recesión aunque con un
crecimiento económico anémico sostenido por un fomento del mercado interno
respetuoso del poder económico.
Restauraciones
Por lo general el progresismo califica a sus derrotas o amenazas de
derrotas como victorias o peligros de regreso del pasado neoliberal. También
suele utilizarse el término “restauración conservadora”, pero ocurre que esos
fenómenos son sumamente innovadores, tienen muy poco de “conservadores”. Cuando
evaluamos a personajes como Aecio Neves, Mauricio Macri o Henrique Capriles no
encontramos a jefes autoritarios de elites oligárquicas estables sino a
personajes completamente inescrupulosos, sumamente ignorantes de las
tradiciones burguesas de sus países, incluso en ciertos casos con miradas
despreciativas hacia las mismas.
Otro aspecto importante de la coyuntura es la irrupción de
movilizaciones ultra-reaccionarias de gran dimensión donde las clases medias
ocupan un lugar central. Los gobiernos progresistas suponían que la bonanza
económica facilitaría la captura política de esos sectores sociales pero
ocurrió lo contrario: las capas medias se derechizaban mientras ascendían
económicamente, miraban con desprecio a los de abajo y asumían como propios los
delirios neofascistas de los de arriba. El fenómeno sincroniza con tendencias
neofascistas ascendentes en Occidente, desde Ucrania hasta los Estados Unidos
pasando por Alemania, Francia, Hungría. Es una expresión cultural del
neoliberalismo decadente, pesimista, de un capitalismo nihilista ingresando en
su etapa de reproducción ampliada negativa donde el apartheid aparece como la
tabla de salvación.
Pero este neofascismo latinoamericano incluye también la reaparición de
viejas raíces racistas y segregacionistas que habían quedado tapadas por las
crisis de gobernabilidad de los gobiernos neoliberales, la irrupción de
protestas populares y las primaveras progresistas. Sobrevivieron a la tempestad
y en varios casos resurgieron incluso antes del comienzo de la declinación del
progresismo como en Argentina el egoísmo social de la época de Menem o el
gorilismo racista anterior.
Una observación importante es que el fenómeno asume características de
tipo “contrarrevolucionario”, apuntando hacia una política de tierra arrasada,
de extirpación del enemigo progresista. Es lo que se ve actualmente en
Argentina o lo que promete la derecha en Venezuela o Brasil. La blandura del
contrincante, sus miedos y vacilaciones excitan la ferocidad reaccionaria.
Refiriéndose a la victoria del fascismo en Italia Ignazio Silone la definía
como una contrarrevolución que había operado de manera preventiva contra una
amenaza revolucionaria inexistente. Esa no existencia real de amenaza o de
proceso revolucionario en marcha, de avalancha popular contra estructuras
decisivas del sistema desmoronándose o quebradas, envalentona (otorga sensación
de impunidad) a las elites y su base social.
Si el progresismo fue la superación fracasada del fracaso neoliberal,
este neofascismo subdesarrollado exacerba ambos fracasos inaugurando una era de
duración incierta de contracción económica y desintegración social. Basta ver
lo ocurrido en Argentina con la llegada de Macri a la presidencia: en unas
pocas semanas el país pasó de un crecimiento débil a una recesión que se va
agravando rápidamente producto de un gigantesco pillaje. No es difícil imaginar
lo que puede ocurrir en Brasil o en Venezuela que ya están en recesión si la
derecha conquista el poder político.
La caída de los precios de las commodities
y su creciente volatilidad, que la prolongación de la crisis global seguramente
agravará, han sido causas importantes del fracaso progresista y aparecen como
bloqueos irreversibles de los proyectos de reconversión elitista-exportadora
medianamente estables. Las victorias derechistas tienden a instaurar economías
funcionando a baja intensidad, con mercados internos contraídos e inestables.
Eso significa que la supervivencia de esos sistemas de poder dependerá de
factores que los gobiernos pretenderán controlar. En primer término el
descontento de la mayor parte de la población aplicando dosis variables de
represión, embrutecimiento mediático, corrupción de dirigentes y degradación
moral de las clases bajas. Se trata de instrumentos que la propia crisis y la
combatividad popular pueden inutilizar. En ese caso el fantasma de la revuelta
social puede convertirse en amenaza real.
EE. UU.
Los Estados Unidos desarrollan una estrategia de reconquista de América
Latina aplicándola de manera sistemática y flexible. El golpe blando en
Honduras fue el puntapié inicial al que le siguió el golpe en Paraguay y un
conjunto de acciones desestabilizadoras, algunas muy agresivas, de variado
éxito que fueron avanzando al ritmo de las urgencias imperiales y del desgaste
de los gobiernos progresistas. En varios casos las agresiones más o menos
abiertas o intensas se combinaron con buenos modales que intentaban vencer sin
violencias militar o económica o sumando dosis menores de las mismas con
operaciones domesticadoras. Donde no funcionaba eficazmente la agresión empezó
a ser practicado el ablande moral, se implementaron paquetes persuasivos de
configuración variable combinando penetración, cooptación, presión, premios y
otras formas retorcidas de ataque psicológico-político.
El resultado de ese despliegue complejo es una situación paradojal:
mientras los Estados Unidos retroceden a nivel global en términos económicos y
geopolíticos, van reconquistando paso a paso su patio trasero latinoamericano.
La caída de Argentina ha sido para Estados Unidos una victoria de gran
importancia trabajada durante mucho tiempo a lo que es necesario agregar tres
maniobras decisivas de su juego regional: el sometimiento de Brasil, el fin del
gobierno chavista en Venezuela y la rendición negociada de la insurgencia
colombiana.
Perspectivas populares
Más allá de la curiosa paradoja de un Estados Unidos decadente
reconquistando su retaguardia territorial, desde el punto de vista de la
coyuntura global, de la decadencia sistémica del capitalismo, la generalización
de gobiernos pro-norteamericanos en América Latina puede ser interpretada
superficialmente como una gran victoria geopolítica de los Estados Unidos. Pero
si profundizamos el análisis e introducimos por ejemplo el tema del
agravamiento de la crisis impulsada por esos gobiernos tenderíamos a
interpretar al fenómeno como expresión específica regional de la decadencia del
sistema global.
El alejamiento del estorbo progresista puede llegar a generar problemas
mayores a la dominación estadounidense, si bien las inclusiones sociales y los
cambios económicos realizados por el progresismo fueron insuficientes,
embrollados, estuvieron impregnados de limitaciones burguesas y si su autonomía
en materia de política internacional tuvo una audacia restringida; lo cierto es
que su recorrido ha dejado huellas, experiencias sociales, dignificaciones
(suprimidas por la derecha) que serán muy difícil extirpar y que en
consecuencia pueden llegar a convertirse en aportes significativos a futuros (y
no tan lejanos) desbordes populares radicalizados.
La ilusión progresista de humanización del sistema, de realización de
reformas “sensatas” dentro de los marcos institucionales existentes, puede
pasar de la decepción inicial a una reflexión social profunda, crítica de la
institucionalidad conservadora, de la opresión mediática y de los grupos de
negocios parasitarios. En ese caso la molestia progresista podría convertirse tarde
o temprano en huracán revolucionario no porque el progresismo como tal
evolucione hacia la radicalidad anti-sistema sino porque emergería una cultura
popular superadora, desarrollada en la pelea contra regímenes condenados a
degradarse cada vez más.
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