La
presente nota fue publicada por Santiago O’Donnell en su blog personal (santiagoodonnell.blogspot.com.ar),
también lo fue con fecha de hoy, 16 de noviembre, por el diario de Buenos Aires Página/12, del cual el autor es
periodista.
Vinculado a los recientes sucesos de París se encuentra en el aludido blog el artículo “Terrorismo
contra el terrorismo”. Escribe Santiago O’Donnell en el primer párrafo: «No es
fácil escribir sobre derechos y garantías individuales y responsabilidad
estatal el día después de Paris, el día después de que el presidente francés
declarase “no tendremos piedad”. No es fácil pero se hace urgente y necesario
porque cuanto más grande el dolor, más fácil se confunde justicia con venganza.»
O’Donnell refiere como antecedente el terror y las torturas como política de
Estado del entonces presidente estadounidense George Bush tras el 11 de
septiembre de 2001, prácticas en las que, precisamente, tomaron parte
trascendente los psicólogos James Mitchell y Bruce Jessen. G. E.
Steven Watt, abogado de derechos humanos estadounidense,
demandó hace pocos días en una Corte Federal de Washington a los dos psicólogos
que manejaron el programa de torturas de la CIA. Los psicólogos se llaman James Mitchell y
Bruce Jessen.
Se trata de una llamativa novedad, porque hasta ahora sólo
un puñado de soldados y un contratista de la CIA han sido procesados por abusos cometidos en
las cárceles de Irak y Afganistán. Cada vez que se intentó llevar a juicio a
los verdaderos responsables del programa de torturas, los abogados del
gobierno, tanto el de George W. Bush como el de Barack Obama, invocaron
“secretos de Estado” para frenar los juicios.
“Esta vez es diferente” dice Watt, abogado de la ACLU (organización pro
libertades civiles) al teléfono desde Nueva York el martes pasado. “Esta vez no
pueden decir que lo que salga del juicio puede dañar el interés nacional porque
la información ya no es secreta: tanto el programa de Mitchell y Jessen como
las torturas que recibieron mis defendidos están detallados en un informe del
Senado sobre tortura que se publicó en diciembre del año pasado. Ya le hemos
escrito a la fiscal general Loretta Lynch para pedirle que se abstenga de
intervenir.”
Antes del 11-9, los psicólogos Mitchell y Jessen trabajaban
para el Ejército estadounidense en programas de resistencia a los
interrogatorios de fuerzas enemigas. Según el informe del Senado, Mitchell y
Jessen convirtieron el programa de supervivencia en un programa de torturas y
se lo vendieron llave en mano a la
CIA. Pero, claro, entre lo que hicieron en el Ejército y lo
que harían en la CIA
había una enorme diferencia. En el programa de supervivencia los soldados
sabían perfectamente cuánto iba a durar cada ejercicio y tenían “palabras
seguras” que podían invocar cuando sentían que no podían resistirlo. En cambio
los prisioneros de la CIA
eran torturados sin parar durante días enteros.
Peor aún, Mitchell y Jessen inventaron una teoría
pseudocientífica para justificar la tortura, basándose en los experimentos en
perros que un psicólogo llamado Martin Seligman había conducido en los años 1960
desde la Universidad
de Pennsylvania. Picaneando perros amarrados y registrando los resultados,
Seligman había desarrollado el término de “desesperanza aprendida” (learned helplessness, en inglés). Esto
es, en largas sesiones de picaneo en los tobillos del animal, cuando finalmente
se resigna a que no va a poder zafar de sus amarras y por más que ladre y se
queje no van a dejar de picanearlo, el perro deja de resistir los shocks
eléctricos y se queda quieto y agachado, en completo estado de sumisión, por
más que sigue padeciendo un dolor inaguantable.
Esto es “desesperanza aprendida” y es lo que, según
numerosas evidencias, Mitchell y Jessen le vendieron a la CIA. Y al menos entre el
2002 y el 2005 la aplicaron en cárceles de Irak y Afganistán, junto a
torturadores entrenados por ellos, registrando resultados y sacando
conclusiones bajo el disfraz del guardapolvo blanco, en al menos 119 víctimas.
Desde el gobierno nadie opuso reparos. Al contrario. Sobre
los escombros humeantes de las Torres Gemelas el entonces presidente
estadounidense George W. Bush había prometido: “Vamos a quemar sus madrigueras,
los vamos a hacerlos correr, y después los traeremos a enfrentar la Justicia” y al poco
tiempo autorizaba y ponía en funcionamiento un programa de torturas,
secuestros, traslados secretos a terceros países y detenciones prolongadas sin
derecho a la defensa que se aplicó a ¿decenas?, ¿cientos?, de sospechosos de
ser terroristas. Algunos de esos sospechosos serían eventualmente liberados
tras demostrar que no tenían nada que ver, otros terminarían muertos en la sala
de tormentos sin haber podido defenderse y todos, terroristas o no, sufrirían
de por vida los efectos de pasarse semanas enteras atados, desnudos y muertos
de frío, en celdas oscuras y vacías, sin poder dormir por la música a todo
volumen, con golpizas y submarinos y manguerazos y asfixias con bolsas de
plástico durante horas sin parar y humillaciones diarias con perros y
excrementos y páginas del Corán. Todo bajo la atenta supervisión, a veces en
persona, de los dos psicólogos, que por entonces se habían retirado del
Ejército para abrir la consultora Mitchell, Jessen & Associates, una academia
de tortura que lleva facturados al menos 8,1 millones de dólares del gobierno
estadounidense.
Sin embargo, más allá del palabrerío pseudocientífico con el
que Mitchell y Jessen llenaban su informes, el informe de Senado concluyó lo ya
se sabía en cualquier ámbito científico y académico medianamente serio. Esto
es, que la tortura no sirve para obtener información porque el torturado va a
decir cualquier cosa con tal de que dejen de torturarlo. En el caso puntual de
los psicólogos Mitchell y Jessen, el informe afirma que no aportaron ninguna
información valiosa.
Claro que Mitchell y Jessen no son los únicos responsables
de haber degradado la condición humana y averiado la autoridad moral de Estados
Unidos. Numerosos documentos muestran que la CIA quería torturar y por eso aceptó rápidamente
la propuesta de los psicólogos. Y que el entonces presidente Bush autorizó el
programa, que el vice Dick Cheney y la asesora de Seguridad Nacional Condoleeza
Rice, entre otros, alentaron y apoyaron. Albert Gonzalez, John Yoo y Jay Bybee,
entre otros, defendieron la legalidad del programa desde el Departamento de
Justicia, llegando a redefinir el concepto de “tortura”, muy cerca de la idea
de “daño permanente”, de manera tal de que prácticamente haría falta mutilar o
enloquecer a una persona para que se la considere torturada.
Sin embargo, aunque el actual presidente estadounidense
Barack Obama ordenó el cese del programa de torturas ni bien asumió, en el
2008, y reconoció que “torturamos a algunas personas” cuando se conoció el
informe del Senado, su gobierno ha protegido a los torturadores materiales e
intelectuales, a tal punto que al conocerse el informe Obama acompañó su
reconocimiento de la tortura con una peligrosa justificación: “Entiendo por qué
sucedió. Es importante que miremos atrás y recordemos lo asustada que estaba la
gente. No se sabía si más ataques eran inminentes. Y había una enorme presión
sobre nuestras fuerzas de seguridad y sistema judicial para enfrentar la
amenaza”.
Watt, el abogado, y equipo, representan a tres víctimas: el
keniata Suleimán Abdullah Salim, que hoy vive en Tanzania; el libio Mohamed
Ahmed Ben Soud, que hoy vive en su país, y la familia del afgano Gul Rahman,
muerto por hipotermia en una cárcel de su país mientras era torturado. Acusaron
a los psiquiatras no sólo de torturas sino también de experimentación humana
sin la autorización de las personas utilizadas en el experimento.
“Nunca le pidieron perdón. Nunca ofrecieron una reparación.
A la familia de Rahman ni siquiera le dieron la confirmación oficial de su
muerte. Hago esto porque llegué a conocerlos y hablé mucho con ellos y pude ver
lo que sufrieron y cómo no pueden avanzar con sus vidas si no pueden darle un
cierre a su terrible experiencia –dice Watt–. Pero también lo hago por
nosotros, por nuestro país. Como sociedad no podemos avanzar si no asumimos la
responsabilidad de nuestros actos.”
Para Watt, la postura de Obama de reconocer los crímenes
mientras protege a sus autores raya en la hipocresía. “Me parece absurdo lo que
hace Obama. Con la transparencia no alcanza. Si hay reconocimiento debe haber
rendición de cuentas.”
¿Y cómo se puede saber si la CIA dejó de torturar, como le ordenó Obama,
cuando todavía no reconoció que al menos lo venía haciendo hasta hace poco? se
le pregunta. “Precisamente, no podemos estar seguros. De hecho la cárcel de
Guantánamo sigue abierta y la encarcelación ilegal es una forma de tortura.”
Watt dice que es importante la atención internacional al
tema, sobre todo de países latinoamericanos que han sufrido el terrorismo de
Estado. “Quisiera que aprendamos la lección de Chile y Argentina. Ningún país
donde hubo secuestro, torturas y desapariciones forzadas puede avanzar sin no
se hace una verdadera rendición de cuentas.”
Reconoce que los psicólogos son peces relativamente pequeños
en el estanque de los culpables de torturar, pero dice que hay otras acciones
legales en marcha y que todo forma parte de una estrategia legal, y por qué no,
mediática, para alcanzar una rendición de cuentas exhaustiva.
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