Con insistencia publicamos
textos exhibiendo las miserias que ha ocasionado y ocasiona el modo de
producción que hace ya más de medio milenio cifró su acumulación originaria de
riqueza y de poder en la esclavitud y la colonización de los pueblos, para
separar a los productores de la propiedad de los medios de producción y montar
el gran aparato capitalista. Aun siendo que nos leen en lugares alejados de
disímiles distancias del gran estuario suramericano que une y separa a
Argentina y Uruguay, como en Rusia, Estados Unidos de Norte América, Malasia,
China, Alemania, Chile, Brasil o Bolivia, solemos sentirnos solos. Solos como
en la geografía y las sociedades cercanas, entre viandantes, vecinos y hasta
parientes. Tanto es el sentir que, a veces, nos parece ya querer perder la
lucha, cansados.
El texto de Sousa Santos es
tan claro como los versos del gran Nicolás Guillén: canta claro… (G. E.)
Décima carta a las
izquierdas, Sousa Santos
Al inicio del tercer milenio, las fuerzas de izquierda se
debaten entre dos desafíos principales: la relación entre democracia y
capitalismo, y el crecimiento económico infinito (capitalista o socialista)
como indicador básico de desarrollo y progreso. En estas líneas voy a centrarme
en el primer desafío.
Contra lo que el sentido común de los últimos cincuenta años
nos puede hacer pensar, la relación entre democracia y capitalismo siempre fue
una relación tensa, incluso de contradicción. Lo fue, ciertamente, en los
países periféricos del sistema mundial, en lo que durante mucho tiempo se
denominó Tercer Mundo y hoy se designa como Sur global. Pero también en los
países centrales o desarrollados la misma tensión y la misma contradicción estuvieron
siempre presentes. Basta recordar los largos años de nazismo y fascismo.
Un análisis más detallado de las relaciones entre
capitalismo y democracia obligaría a distinguir entre diferentes tipos de
capitalismo y su dominio en diferentes períodos y regiones del mundo, y entre
diferentes tipos y grados de intensidad de la democracia. En estas líneas
concibo al capitalismo bajo su forma general de modo de producción y hago
referencia al tipo que ha dominado en las últimas décadas, el capitalismo
financiero. En lo que respecta a la democracia, me centro en la democracia
representativa tal como fue teorizada por el liberalismo.
El capitalismo sólo se siente seguro si es gobernado por
quien tiene capital o se identifica con sus “necesidades”, mientras que la
democracia es idealmente el gobierno de las mayorías que no tienen capital ni
razones para identificarse con las “necesidades” del capitalismo, sino todo lo
contrario. El conflicto es, en el fondo, un conflicto de clases, pues las
clases que se identifican con las necesidades del capitalismo (básicamente, la
burguesía) son minoritarias en relación con las clases que tienen otros
intereses, cuya satisfacción colisiona con las necesidades del capitalismo
(clases medias, trabajadores y clases populares en general). Al ser un
conflicto de clases, se presenta social y políticamente como un conflicto
distributivo: por un lado, la pulsión por la acumulación y la concentración de
riqueza por parte de los capitalistas, y, por otro lado, la reivindicación de
la redistribución de la riqueza generada en gran parte por los trabajadores y
sus familias. La burguesía siempre ha tenido pavor a que las mayorías pobres
tomen el poder y ha usado el poder político que le concedieron las revoluciones
del siglo XIX para impedir que eso ocurra. Ha concebido a la democracia liberal
de modo de garantizar eso mismo a través de medidas que cambiaron con el
tiempo, pero mantuvieron su objetivo: restricciones al sufragio, primacía
absoluta del derecho de propiedad individual, sistema político y electoral con
múltiples válvulas de seguridad, represión violenta de la actividad política
fuera de las instituciones, corrupción de los políticos, legalización del
lobby... Y siempre que la democracia se mostró disfuncional, se mantuvo abierta
la posibilidad del recurso a la dictadura, algo que sucedió muchas veces.
Después de la Segunda Guerra Mundial, muy pocos países tenían
democracia, vastas regiones del mundo estaban sometidas al colonialismo
europeo, que servía para consolidar el capitalismo euro-norteamericano, Europa
estaba devastada por una guerra que había sido provocada por la supremacía
alemana, y en el Este se consolidaba el régimen comunista, que aparecía como
alternativa al capitalismo y la democracia liberal. En este contexto surgió en la Europa más desarrollada el
llamado capitalismo democrático, un sistema de economía política basado en la
idea de que, para ser compatible con la democracia, el capitalismo debería ser
fuertemente regulado, lo que implicaba la nacionalización de sectores clave de
la economía, un sistema tributario progresivo, la imposición de las
negociaciones colectivas e incluso, como sucedió en la Alemania Occidental
de entonces, la participación de los trabajadores en la gestión de empresas. En
el plano científico, Keynes representaba entonces la ortodoxia económica y
Hayek, la disidencia. En el plano político, los derechos económicos y sociales
(derechos al trabajo, la educación, la salud y la seguridad social,
garantizados por el Estado) habían sido el instrumento privilegiado para
estabilizar las expectativas de los ciudadanos y para enfrentar las
fluctuaciones constantes e imprevisibles de las “señales de los mercados”. Este
cambio alteraba los términos del conflicto distributivo, pero no lo eliminaba.
Por el contrario, tenía todas las condiciones para instigarlo luego de que se
debilitara el crecimiento de las tres décadas siguientes. Y así sucedió.
Desde 1970, los Estados centrales han estado manejando el
conflicto entre las exigencias de los ciudadanos y las exigencias del capital
mediante el recurso a un conjunto de soluciones que gradualmente fueron dando
más poder al capital. Primero fue la inflación (1970-1980); después, la lucha
contra la inflación, acompañada del aumento del desempleo y del ataque al poder
de los sindicatos (desde 1980), una medida complementada con el endeudamiento
del Estado como resultado de la lucha del capital contra los impuestos, del
estancamiento económico y del aumento de los gastos sociales originados en el
aumento del desempleo (desde mediados de 1980), y luego con el endeudamiento de
las familias, seducidas por las facilidades de crédito concedidas por un sector
financiero finalmente libre de regulaciones estatales, para eludir el colapso
de las expectativas respecto del consumo, la educación y la vivienda (desde
mediados de 1990). Hasta que la ingeniería de las soluciones ficticias llegó a
su fin con la crisis de 2008 y se volvió claro quién había ganado en el
conflicto distributivo: el capital. La prueba: la conversión de la deuda
privada en deuda pública, el incremento de las desigualdades sociales y el
asalto final a las expectativas de una vida digna de las mayorías (los
trabajadores, los jubilados, los desempleados, los inmigrantes, los jóvenes en
busca de empleo) para garantizar las expectativas de rentabilidad de la minoría
(el capital financiero y sus agentes). La democracia perdió la batalla y sólo
evitará ser derrotada en la guerra si las mayorías pierden el miedo, se rebelan
dentro y fuera de las instituciones y fuerzan al capital a volver a tener
miedo, como sucedió hace sesenta años.
En los países del Sur global que disponen de recursos
naturales la situación es, por ahora, diferente. En algunos casos, por ejemplo
en varios países de América latina, hasta puede decirse que la democracia se
está imponiendo en el duelo con el capitalismo, y no es por casualidad que en
países como Venezuela y Ecuador se comenzó a discutir el tema del socialismo
del siglo XXI, aunque la realidad esté lejos de los discursos. Hay muchas razones
detrás, pero tal vez la principal haya sido la conversión de China al
neoliberalismo, lo que provocó, sobre todo a partir de la primera década del
siglo XXI, una nueva carrera por los recursos naturales. El capital financiero
encontró ahí y en la especulación con productos alimentarios una fuente
extraordinaria de rentabilidad. Esto permitió que los gobiernos progresistas
–llegados al poder como consecuencia de las luchas y los movimientos sociales
de las décadas anteriores– pudieran desarrollar una redistribución de la
riqueza muy significativa y, en algunos países, sin precedentes. Por esta vía,
la democracia ganó nueva legitimidad en el imaginario popular. Pero, por su
propia naturaleza, la redistribución de la riqueza no puso en cuestión el
modelo de acumulación basado en la explotación intensiva de los recursos
naturales y, en cambio, la intensificó. Esto estuvo en el origen de conflictos
–que se han ido agravando– con los grupos sociales ligados a la tierra y a los
territorios donde se encuentran los recursos naturales, los pueblos indígenas y
los campesinos.
En los países del Sur global con recursos naturales pero sin
una democracia digna de ese nombre, el boom de los recursos no trajo ningún
impulso a la democracia, pese a que, en teoría, condiciones mas propicias para
una resolución del conflicto distributivo deberían facilitar la solución
democrática y viceversa. La verdad es que el capitalismo extractivista obtiene mejores condiciones de rentabilidad en
sistemas políticos dictatoriales o con democracias de bajísima intensidad
(sistemas casi de partido único), donde es más fácil corromper a las elites, a
través de su involucramiento en la privatización de concesiones y las rentas
del extractivismo. No es de esperar
ninguna profesión de fe en la democracia por parte del capitalismo extractivista, incluso porque, siendo
global, no reconoce problemas de legitimidad política. Por su parte, la
reivindicación de la redistribución de la riqueza por parte de las mayorías no
llega a ser oída, por falta de canales democráticos y por no poder contar con
la solidaridad de las restringidas clases medias urbanas que reciben las
migajas del rendimiento extractivista.
Las poblaciones más directamente afectadas por el extractivismo son los campesinos, en cuyas tierras están los
yacimientos mineros o donde se pretende instalar la nueva economía
agroindustrial. Son expulsados de sus tierras y sometidos al exilio interno.
Siempre que se resisten son violentamente reprimidos y su resistencia es
tratada como un caso policial. En estos países, el conflicto distributivo no
llega siquiera a existir como problema político. De este análisis se concluye
que la actual puesta en cuestión del futuro de la democracia en Europa del Sur
es la manifestación de un problema mucho más vasto que está aflorando en
diferentes formas en varias regiones del mundo. Pero, así formulado, el
problema puede ocultar una incertidumbre mucho mayor que la que expresa. No se
trata sólo de cuestionar el futuro de la democracia. Se trata, también, de cuestionar
la democracia del futuro. La democracia liberal fue históricamente derrotada
por el capitalismo y no parece que la derrota sea reversible.
Por eso, no hay que tener esperanzas de que el capitalismo vuelva a tenerle miedo a la democracia liberal, si alguna vez lo tuvo. La democracia liberal sobrevivirá en la medida en que el capitalismo global se pueda servir de ella. La lucha de quienes ven en la derrota de la democracia liberal la emergencia de un mundo repugnantemente injusto y descontroladamente violento debe centrarse en buscar una concepción de la democracia más robusta, cuya marca genética sea el anticapitalismo. Tras un siglo de luchas populares que hicieron entrar el ideal democrático en el imaginario de la emancipación social, sería un grave error político desperdiciar esa experiencia y asumir que la lucha anticapitalista debe ser también una lucha antidemocrática. Por el contrario, es preciso convertir al ideal democrático en una realidad radical que no se rinda ante el capitalismo. Y como el capitalismo no ejerce su dominio sino sirviéndose de otras formas de opresión, principalmente del colonialismo y el patriarcado, esta democracia radical, además de anticapitalista, debe ser también anticolonialista y antipatriarcal. Puede llamarse revolución democrática o democracia revolucionaria –el nombre poco importa–, pero debe ser necesariamente una democracia posliberal, que no puede perder sus atributos para acomodarse a las exigencias del capitalismo. Al contrario, debe basarse en dos principios: la profundización de la democracia sólo es posible a costa del capitalismo; y en caso de conflicto entre capitalismo y democracia debe prevalecer la democracia real.
Por eso, no hay que tener esperanzas de que el capitalismo vuelva a tenerle miedo a la democracia liberal, si alguna vez lo tuvo. La democracia liberal sobrevivirá en la medida en que el capitalismo global se pueda servir de ella. La lucha de quienes ven en la derrota de la democracia liberal la emergencia de un mundo repugnantemente injusto y descontroladamente violento debe centrarse en buscar una concepción de la democracia más robusta, cuya marca genética sea el anticapitalismo. Tras un siglo de luchas populares que hicieron entrar el ideal democrático en el imaginario de la emancipación social, sería un grave error político desperdiciar esa experiencia y asumir que la lucha anticapitalista debe ser también una lucha antidemocrática. Por el contrario, es preciso convertir al ideal democrático en una realidad radical que no se rinda ante el capitalismo. Y como el capitalismo no ejerce su dominio sino sirviéndose de otras formas de opresión, principalmente del colonialismo y el patriarcado, esta democracia radical, además de anticapitalista, debe ser también anticolonialista y antipatriarcal. Puede llamarse revolución democrática o democracia revolucionaria –el nombre poco importa–, pero debe ser necesariamente una democracia posliberal, que no puede perder sus atributos para acomodarse a las exigencias del capitalismo. Al contrario, debe basarse en dos principios: la profundización de la democracia sólo es posible a costa del capitalismo; y en caso de conflicto entre capitalismo y democracia debe prevalecer la democracia real.
Fuentes: Diario digital
español Público; http://blogs.publico.es/espejos-extranos/2013/12/02/decima-carta-a-las-izquierdas-democracia-o-capitalismo/.
Diario sobre papel y digital argentino Página/12; http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-237107-2014-01-06.html.
Y Rebelión; http://www.rebelion.org/noticia.php?id=177695.
Nota:
(1) Boaventura de Sousa Santos nació en Portugal en 1940,
es sociólogo y profesor catedrático de Economía en la Universidad de
Coimbra, Portugal, y Director del Centro de Estudios Sociales de la misma casa
de estudios. El texto corresponde a la “Décima carta a las izquierdas”. Otras
“cartas” del autor pueden verse en el sitio Rebelión:
http://www.rebelion.org/mostrar.php?tipo=5&id=Boaventura%20de%20Sousa%20Santos&inicio=0
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