Recién fallecido el fiscal del caso AMIA
el diario de la oligarquía uruguaya que nuevamente nos ocupa publicó con el
título “En Uruguay ven preocupante muerte de Nisman”: «Distintas personalidades
del ámbito político y social del país se expresaron sobre la muerte del fiscal
argentino Alberto Nisman quien la semana pasada presentó una denuncia y un
pedido de indagatoria de la presidenta Cristina
Fernández […] La muerte del fiscal argentino […], quien la
semana pasada presentó una denuncia y un pedido de indagatoria sobre la presidenta Cristina
Kirchner, el canciller Héctor Timerman, el diputado Andrés
“Cuervo” Larroque, el dirigente kirchnerista Luis D'Elía y el jefe de
Quebracho, Fernando Esteche, generó indignación en Uruguay. Varios legisladores
calificaron el hecho como “impactante”, “incalificable” y “preocupante”.
También hay quienes dudan de que se trate de un suicidio».
El diario, pretendiendo dar fundamento
al título de la nota, reproduce triviales opiniones de oportunidad de menos de
una decena de políticos uruguayos, de ellos dos del Partido Nacional (Jorge
Larrañaga y Javier García), cuatro del Colorado (Pedro Bordaberri, Max
Sapolinski, José Amorín Batlle y Juan Manuel Guarino) y un sociólogo, Gustavo
Leal, asesor del ministro de Interior del Gobierno del Frente Amplio, quien
dijo que «Ni el más osado guionista hubiera escrito ésta (sic) página de
sangre y estupor». Parece que el hombre ni en la ilustrada y humanista Europa
actual pone la vista.
Vamos ahora a reproducir de manera íntegra el
artículo editorial del diario de Montevideo del lunes 19 de enero de 2015, el que
no llevando firma alguna hace explícito que es la opinión del conjunto de sus
directores, de sus jefes y de la empresa editora:
Nunca fuimos
latinoamericanos
El espejo de predilección que hemos
tomado para compararnos en estos últimos años es la región latinoamericana. En
educación, cobertura de salud, eficiencia de servicios estatales, riqueza per
cápita, institucionalidad democrática, desarrollo humano y tantos otros índices
y resultados de gestión, se ha ido tomando como natural esa comparación con
nuestros vecinos.
La consecuencia es fácil de
percibir: casi siempre presentamos mejores guarismos que la región, y eso nos
devuelve un sentimiento de satisfacción colectiva extendida. El problema es que
se trata de una comparación para nada pertinente.
No lo es en lo que refiere a
nuestro itinerario histórico como nación. A lo largo del siglo XX, Uruguay
siempre presentó guarismos mucho mejores que los de los demás países del
continente. Ya no solo, por supuesto, si se tiene en cuenta las realidades tan
complejas de Centroamérica, de las que siempre estuvimos muy alejados. Sino
que, sobre todo, nuestro país presentó siempre mejores resultados en
desarrollo, en general, que los demás países sudamericanos cuyos itinerarios
históricos eran más parecidos al nuestro. Solo cabía en algunas dimensiones la
comparación de resultados relativamente similares con Argentina, y en
particular con la ciudad de Buenos Aires (y en todo caso, para algo más amplio,
provincia de Buenos Aires). Dos dimensiones en este sentido parecen como las
más importantes y notorias.
Primero, con respecto a la calidad
institucional democrática. No hubo en el continente entero, antes de la debacle
de finales de los sesenta, país más democrático que el nuestro. Descubrir
ahora, como si fuera una novedad de la que sentirse orgulloso, que somos el
país con mejor calidad institucional en dimensiones elementales de esa lógica
democrática, es ceder sin ningún sentido crítico al afán refundacional
izquierdista que nos gobierna. La libertad de prensa, de reunión, de
asociación; la pluralidad de partidos, la justeza de las elecciones y el
respeto de sus resultados; la inclusión social de partidos atrápalo-todo, y
tantas otras dimensiones fundamentales que hacen a una buena democracia
estuvieron diseminados en el Uruguay desde muy tempranamente en el siglo XX. Cuando
arreciaba el peronismo dogmático a mediados del siglo pasado en Argentina, por
ejemplo, entre nosotros convivíamos con un talante democrático ejemplar.
Segundo, con respecto a nuestro
temprano nivel de desarrollo social. No solamente en lo más importante y
elemental que refiere a la alfabetización popular: mientras que en 1963 menos
del 9% de los uruguayos mayores de 10 años era analfabeto, en Brasil en los
años treinta, por ejemplo, el 65% de los brasileños era analfabeto; y en los
años noventa, uno de cada cuatro niños negros no iba a la escuela en ese país.
Sino también en lo que refiere a la temprana prioridad asignada al gasto
público social, o a los excelentes guarismos –hasta hoy no alcanzados– de
igualdad en el reparto de la riqueza –un Gini de 0.33 en Montevideo en 1968–, o
a la enorme y temprana cobertura en seguridad social para los más desamparados.
Finalmente, el prudente comportamiento demográfico de nuestras nutridas clases
medias no tenía comparación con el que por esas décadas vivían, por ejemplo,
los países andinos. Búsquese el guarismo que se busque en toda esta materia
social: en la comparación regional siempre fuimos los más sobresalientes a lo
largo del siglo XX.
Así las cosas, la clave es entender
que ese país excepcional en el continente no se comparaba con los peores de la clase. No miraba a
Latinoamérica para batirse el parche de su superioridad regional. Miraba, por
el contrario, a los países más avanzados del mundo y con ellos se comparaba
para alcanzar la excelencia.
Algo cambió a partir de los años
sesenta. Fue en ese tiempo que nuestra academia, volcada a la izquierda, centró
su mirada en el continente y latinoamericanizó su discurso. Los que hoy gustan
compararse con nuestros vecinos asumieron esta referencia como propia. Hoy por
ejemplo, representan la gran mayoría en ciencias sociales, y no ven más allá
del horizonte regional para darse por satisfechos con nuestros resultados. Si
los demás países avanzan más rápido que nosotros –en niveles educativos, por
ejemplo–, el paraguas de la identidad latinoamericana les permite guarecer al
gobierno, al que adhieren, de cualquier crítica que pueda importunarlo.
Nunca fuimos latinoamericanos.
Pretender otra cosa es mentirnos a nosotros mismos.
http://www.elpais.com.uy/opinion/editorial/nunca-latinoamericanos.html
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