Carlos Espinosa, el autor de esta crónica de viaje,
reside con su compañera en la comarca compuesta por la ciudad bonaerense de
Carmen de Patagones y la rionegrina Viedma, en el norte de la Patagonia, donde se
desempeña como corresponsal de la agencia argentina de noticias Télam, en otros
medios periodísticos, es autor de libros de crónica costumbrista y edita el
blogs http://www.espinosalsur.blogspot.com/
del que se extrajo la nota que publicamos.
Carlos Espinosa, de sesenta y tres años cumplidos,
es mi hermano menor. El mayor es Pedro, crítico y teórico teatral.
En la foto, tomada por Carlos, la habanera Mirta Portillo.
La
Habana Vieja, la ciudad colonial hispana que albergó a los
barones del azúcar y los más altos exponentes de la aristocracia cubana de fines
del siglo 19 y comienzos de la centuria siguiente, luce descascarada y
orgullosa, con el corazón caliente de son y salsa y el aliento inconfundible
del mojito, ese trago sencillo y mágico que identifica a la isla caribeña en
todo el mundo.
Callejuelas estrechas, dominadas por bici-taxis y
ciclistas independientes, por donde también transitan (esquivando baches
de todos los tamaños) autos y camiones de la década de 1950, trepidando como si
estuviesen a punto de fundir sus motores. Veredas pobladas por cubanos gritones
y charlatanes que tratan de arrear a los turistas hacia los “mejores”
paladares (el nombre que identifica a los restaurantes cuentapropistas),
“selectos” bares musicales (donde se anuncia la última e imperdible actuación
de la banda Buena Vista) y “auténticas” tiendas de puros con el más
selecto tabaco cubano.
Cuando preguntan “de cuál país tú eres?” si uno contesta “de
Argentina” suelen desplegar una cantinela de nombres de ciudades –Buenos Aires,
Rosario, Córdoba…– con lo que pretenden hacer notar su conocimiento por nuestra
geografía, resultante del contacto previo con otros compatriotas; y no faltan,
claro, las apelaciones al Che, Maradona y Messi, como demostración y afirmación
de simpatía. Puede ocurrir que alguno de esos cubanos (habaneros, para más
datos) pretenda convertirse en nuestro cicerón. Conviene evitarlo, porque son
muy hábiles para introducirnos en lugares de dudosa calidad en el servicio y
precio desmesurado, donde perdemos tiempos y algunos CUC (la moneda o divisa
exclusiva para el turismo). No hay otra cosa para temer, porque en La Habana Vieja son poco
frecuentes los robos al turista.
La deteriorada belleza arquitectónica de La Habana Vieja es
inquietante. Detrás de las monumentales fachadas en ruinas el cronista patagónico
intenta imaginar los tiempos del esplendor opulento de las casonas habitadas
por las selectas familias de la plutocracia criolla cubana; con grandes
almacenes de acopio de mercaderías de todo tipo y plena prosperidad comercial.
La realidad contemporánea es bien distinta, en esos mismos escenarios.
Las decadentes mansiones donde moraban los ricos se convirtieron en
ciudadelas (nombre que se le da en Cuba a los inquilinatos del tipo
conventillo) habitadas por proles de modestos ingresos; y los almacenes de
barrio (bodegas, los llaman) sólo ofrecen la limitada mercadería del sistema de
racionamiento controlado, hecho añicos en los últimos años por el mercado
negro, pero todavía vigente en la mentalidad del cubano medio.
La opulencia desahogada, que se basaba esencialmente en la
explotación cruel de los cuasi esclavos, se transformó en una economía de
férreo control estatal con seguridades fundamentales en las prestaciones de
salud y educación. El empleado del Estado ganaba bien y su vida transcurría serena;
pero luego, tras la caída del mundo soviético y la desaparición del mecenazgo
ruso, comenzaron las dificultades.
En estos tiempos, en pleno proceso de apertura, para algunos
sectores –que miran con envidia hacia el mundo capitalista–, el futuro se presenta
negro y no parecen visualizarse estímulos ni metas heroicas que justifiquen el
esfuerzo cotidiano. Según ellos no se percibe clima de esperanza, todo es
rutina repetida. Este cubano de La Habana Vieja es rezongón. Está resentido con su
historia, tiene la meta puesta en ahorrar en dólares (cosa ilegal, hasta el
presente) y en algún momento poder irse de Cuba.
Pero no debe olvidarse que por estas mismas callejuelas de
nombres románticos (como Luz, Amargura, Oficios y Aguacate ) hace cincuenta
y cinco años se proclamaba con ardor el triunfo de la Revolución que traía
igualdad, libertad y alegría a un pueblo sufrido, dominado y castigado. El eco
de aquel fervor salta como chispas en los ojos de los cubanos mayores de sesenta,
hijos y nietos de los protagonistas de aquel tiempo de profundas
transformaciones. “Yo pude estudiar y ser maestra gracias a la Revolución” nos dijo
Leticia, hoy ya jubilada y microemprendedora del sistema de alojamiento en
casas de familia.
Los frutos de la Revolución siguen presentes, en La Habana Vieja, en el
patio de boxeo comunal donde un grupo de chicos de siete a diez años le pega
fuerte a la bolsa y al puching ball;
en la calidad de la dentadura de la gente, aún de los más humildes; en el
consumo que iguala a los habaneros y los turistas en las tabernas populares,
donde se escucha música y se bebe cerveza.
Don Manuel nos llevó de paseo en su taxi Chevrolet Bel Air
de 1957, y narró con orgullo su historia de mecánico de aviones en Cubana de
Aviación cuando la flota se modernizó con los aparatos de fabricación
rusa. “La
Revolución nos dejó educación, sobre todo educación” aseguró,
mientras acariciaba el volante de su prolijo auto.
Hay que entregarse al encanto de las calles, plazas y paseos
de La Habana Vieja,
sin olvidar el extenso malecón que permite la primera visión del pacífico
Caribe. Hay mucho por descubrir: barcitos y puestos de libros usados, museos y
patios de arte, restaurantes y flores, placas históricas y artesanías
multicolores. Hay música, por supuesto. No todos los intérpretes con los que
uno se tropieza son realmente buenos, pero están unidos por una misma
necesidad: obtener alguna moneda de recompensa y lograr esa efímera recompensa
del aplauso.
Sin plano en la mano, sólo guiado por la curiosidad, este cronista
se lanzó a las calles de La
Habana Vieja y se encontró, de pronto, en la famosa Bodeguita
del Medio, donde tras el consabido interrogatorio acerca de la procedencia la
orquestita del turno mañana le dedicó una versión en son de “Los ejes de mi
carreta”, de Atahualpa Yupanqui. Momento inolvidable, donde el carácter afable
y el perfumado ron del mojito se combinaron en exactas proporciones.
Una mañana, llevados por un pálpito que nos recompensó
ampliamente, nos metimos en el patio de la Casa de la Poesía (en calle Mercaderes, entre Obrapía y
Lamparilla) y nos encontramos con la artista cubana Mirta Juana Portillo
Barnet, una mujer de firmes y entusiastas setenta años que allí, el primer
jueves de cada mes, narra cuentos y adivinanzas, transmite alegría y hace
bailar a delegaciones de los Clubes de Abuelos que llegan de paseo a La Habana desde ciudades de
los alrededores.
Mirta Portillo nos cautivó con sus relatos y reflexiones.
Éramos los únicos turistas entre su auditorio y logramos integrarnos con el
grupo, bailamos y nos divertimos largo rato. Después vino la charla, y de la
charla surgió la invitación para que esa misma tarde fuéramos a escuchar el
ensayo de un espectáculo de música y poesía en homenaje a Eloy Machado, “El
Ambia”, un poeta callejero habanero.
Así que allá fuimos, bajo el solazo inclemente de las tres
de la tarde, hacia un rincón del centro de La Habana Vieja, sobre
la avenida Salvador Allende esquina con Castillejo, donde nos encontramos con
una formidable casa de la
Cultura, poblada de jóvenes en desarrollo de diversas artes:
música, danza y teatro.
La antigua mansión, hasta fines de los años 1950 residencia
de uno de los “barones del azúcar” y de la política de la dictadura
colonialista de Batista, está descascarada y ruinosa, como buena parte de La Habana Vieja, pero
sus vibraciones son contagiosas. No nos importaba el calor abrasante mientras
escuchábamos rumbas, cantadas en lengua
africana por el grupo “Che Kendeke”, y la impresionante interpretación de Mirta
Portillo del poema “¡Me gritaron negra!” de la peruana Victoria Santa
Cruz.
Volvimos a encontrarnos con Mirta un rato más tarde, en una
placita de la avenida, y la charla se extendió largamente por diversos
territorios. Mirta brilla y late con la fuerza del sol de La Habana y reparte el calor
de su arte con enorme generosidad. (Quienes quieran escucharla pueden buscarla
en el youtube, donde hay algunos relatos suyos.)
Hay que animarse en las callejuelas estrechas para descubrir
lugares como el bar “Bigote de Gato” o “La Taberna de la Plaza Vieja”, para
disfrutar piña colada y bocados y ensaladas. Tomarse un refresco en la
confitería del hotel Ambos Mundos, donde pasó algunas temporadas de los años treinta
el taciturno Ernest Hemingway, o llegarse hasta el puerto, dejarse perder entre
fragancias y colores en la feria de las artesanías, y recompensarse después con
la exquisita cerveza suelta (elaborada allí mismo) del “Viejo Almacén del
Tabaco y la Madera”.
Hay que caminar por La Habana Vieja, hay que
caminar mucho. Vale la pena. Andar con el corazón libre y dejarse despertar por
el canto de los gallos. Después, con un café fuerte y caliente en la panza, el
asfalto desparejo terminará de sacarnos el sueño y comprenderemos, ya en plena
vigilia, que los ojos abiertos no alcanzan para comprenderlo todo.
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