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martes, 13 de mayo de 2014

La Habana Vieja, descascarado corazón caliente. Por Carlos Espinosa



Carlos Espinosa, el autor de esta crónica de viaje, reside con su compañera en la comarca compuesta por la ciudad bonaerense de Carmen de Patagones y la rionegrina Viedma, en el norte de la Patagonia, donde se desempeña como corresponsal de la agencia argentina de noticias Télam, en otros medios periodísticos, es autor de libros de crónica costumbrista y edita el blogs http://www.espinosalsur.blogspot.com/ del que se extrajo la nota que publicamos.



Carlos Espinosa, de sesenta y tres años cumplidos, es mi hermano menor. El mayor es Pedro, crítico y teórico teatral.



En la foto, tomada por Carlos, la habanera Mirta Portillo.



La Habana Vieja, la ciudad colonial hispana que albergó a los barones del azúcar y los más altos exponentes de la aristocracia cubana de fines del siglo 19 y comienzos de la centuria siguiente, luce descascarada y orgullosa, con el corazón caliente de son y salsa y el aliento inconfundible del mojito, ese trago sencillo y mágico que identifica a la isla caribeña en todo el mundo.



Callejuelas estrechas, dominadas por bici-taxis y  ciclistas independientes, por donde también transitan (esquivando baches de todos los tamaños) autos y camiones de la década de 1950, trepidando como si estuviesen a punto de fundir sus motores. Veredas pobladas por cubanos gritones y charlatanes que tratan de arrear a los turistas hacia los “mejores” paladares  (el nombre que identifica a los restaurantes cuentapropistas), “selectos” bares musicales (donde se anuncia la última e imperdible actuación de la banda Buena Vista) y  “auténticas” tiendas de puros con el más selecto tabaco cubano.



Cuando preguntan “de cuál país tú eres?” si uno contesta “de Argentina” suelen desplegar una cantinela de nombres de ciudades –Buenos Aires, Rosario, Córdoba…– con lo que pretenden hacer notar su conocimiento por nuestra geografía, resultante del contacto previo con otros compatriotas; y no faltan, claro, las apelaciones al Che, Maradona y Messi, como demostración y afirmación de simpatía. Puede ocurrir que alguno de esos cubanos (habaneros, para más datos) pretenda convertirse en nuestro cicerón. Conviene evitarlo, porque son muy hábiles para introducirnos en lugares de dudosa calidad en el servicio y precio desmesurado, donde perdemos tiempos y algunos CUC (la moneda o divisa exclusiva para el turismo). No hay otra cosa para temer,  porque en La Habana Vieja son poco frecuentes  los robos al turista.



La deteriorada belleza arquitectónica de La Habana Vieja  es inquietante. Detrás de las monumentales fachadas en ruinas el cronista patagónico intenta imaginar los tiempos del esplendor opulento de las casonas habitadas por las selectas familias de la plutocracia criolla cubana; con  grandes almacenes de acopio de mercaderías de todo tipo y plena prosperidad comercial. La realidad contemporánea es bien distinta, en esos mismos escenarios.  Las decadentes mansiones donde moraban los ricos se convirtieron en ciudadelas (nombre que se le da en Cuba a los inquilinatos del tipo conventillo) habitadas por proles de modestos ingresos; y los almacenes de barrio (bodegas, los llaman) sólo ofrecen la limitada mercadería del sistema de racionamiento controlado, hecho añicos en los  últimos años por el mercado negro, pero todavía vigente en la mentalidad del cubano medio.



La opulencia desahogada, que se basaba esencialmente en la explotación cruel de los cuasi esclavos, se transformó  en una economía de férreo control estatal con seguridades fundamentales en las prestaciones de salud y educación. El empleado del Estado ganaba bien y su vida transcurría serena; pero luego, tras la caída del mundo soviético y la desaparición del mecenazgo ruso, comenzaron las dificultades.



En estos tiempos, en pleno proceso de apertura, para algunos sectores –que miran con envidia hacia el mundo capitalista–, el futuro se presenta negro y no parecen visualizarse estímulos ni metas heroicas que justifiquen el esfuerzo cotidiano. Según ellos no se percibe clima de esperanza, todo es rutina repetida. Este cubano de La Habana Vieja es rezongón. Está resentido con su historia, tiene la meta puesta en ahorrar en dólares (cosa ilegal, hasta el presente) y en algún momento poder irse de Cuba.



Pero no debe olvidarse que por estas mismas callejuelas de nombres románticos (como  Luz, Amargura, Oficios  y Aguacate ) hace cincuenta y cinco años se proclamaba con ardor el triunfo de la Revolución que traía igualdad, libertad y alegría a un pueblo sufrido, dominado y castigado. El eco de aquel fervor salta como chispas en los ojos de los cubanos mayores de sesenta, hijos y nietos de los protagonistas de aquel tiempo de profundas transformaciones. “Yo pude estudiar y ser maestra gracias a la Revolución” nos dijo Leticia, hoy ya jubilada y microemprendedora del sistema de alojamiento en casas de familia.



Los frutos de la  Revolución siguen presentes, en La Habana Vieja, en el patio de boxeo comunal donde un grupo de chicos de siete a diez años le pega fuerte a la bolsa y al puching ball; en la calidad de la dentadura de la gente, aún de los más humildes; en el consumo que iguala a los habaneros y los turistas en las tabernas populares, donde se escucha música y se bebe cerveza.



Don Manuel nos llevó de paseo en su taxi Chevrolet Bel Air de 1957, y narró con orgullo su historia de mecánico de aviones en Cubana de Aviación cuando la flota se modernizó con los aparatos de fabricación rusa.   “La Revolución nos dejó educación, sobre todo educación” aseguró, mientras acariciaba el volante de su prolijo auto.



Hay que entregarse al encanto de las calles, plazas y paseos de La Habana Vieja, sin olvidar el extenso malecón que permite la primera visión del pacífico Caribe. Hay mucho por descubrir: barcitos y puestos de libros usados, museos y patios de arte, restaurantes y flores, placas históricas y artesanías multicolores. Hay música, por supuesto. No todos los intérpretes con los que uno se tropieza son realmente buenos, pero están unidos por una misma necesidad: obtener alguna moneda de recompensa y lograr esa efímera recompensa del aplauso.



Sin plano en la mano, sólo guiado por la curiosidad, este cronista se lanzó a las calles de La Habana Vieja y se encontró, de pronto, en la famosa Bodeguita del Medio, donde tras el consabido interrogatorio acerca de la procedencia la orquestita del turno mañana le dedicó una versión en son de “Los ejes de mi carreta”, de Atahualpa Yupanqui. Momento inolvidable, donde el carácter afable y el perfumado ron del mojito se combinaron en exactas proporciones.



Una mañana, llevados por un pálpito que nos recompensó ampliamente, nos metimos en el patio de la Casa de la Poesía (en calle Mercaderes, entre Obrapía y Lamparilla) y nos encontramos con la artista cubana Mirta Juana Portillo Barnet, una mujer de firmes y entusiastas setenta años que allí, el primer jueves de cada mes, narra cuentos y adivinanzas, transmite alegría y hace bailar a delegaciones de los Clubes de Abuelos que llegan de paseo a La Habana desde ciudades de los alrededores.



Mirta Portillo nos cautivó con sus relatos y reflexiones. Éramos los únicos turistas entre su auditorio y logramos integrarnos con el grupo, bailamos y nos divertimos largo rato. Después vino la charla, y de la charla surgió la invitación para que esa misma tarde fuéramos a escuchar el ensayo de un espectáculo de música y poesía en homenaje a Eloy Machado, “El Ambia”, un poeta callejero habanero.



Así que allá fuimos, bajo el solazo inclemente de las tres de la tarde, hacia un rincón del centro de La Habana Vieja, sobre la avenida Salvador Allende esquina con Castillejo, donde nos encontramos con una formidable casa de la Cultura, poblada de jóvenes en desarrollo de diversas artes: música, danza y teatro.



La antigua mansión, hasta fines de los años 1950 residencia de uno de los “barones del azúcar” y de la política de la dictadura colonialista de Batista, está descascarada y ruinosa, como buena parte de La Habana Vieja, pero sus vibraciones son contagiosas. No nos importaba el calor abrasante mientras escuchábamos rumbas, cantadas en  lengua africana por el grupo “Che Kendeke”, y la impresionante interpretación de Mirta Portillo del poema “¡Me gritaron negra!” de la peruana  Victoria Santa Cruz.



Volvimos a encontrarnos con Mirta un rato más tarde, en una placita de la avenida, y la charla se extendió largamente por diversos territorios. Mirta brilla y late con la fuerza del sol de La Habana y reparte el calor de su arte con enorme generosidad. (Quienes quieran escucharla pueden buscarla en el youtube, donde hay algunos relatos suyos.)



Hay que animarse en las callejuelas estrechas para descubrir lugares como el bar “Bigote de Gato” o “La Taberna de la Plaza Vieja”, para disfrutar piña colada y bocados y ensaladas. Tomarse un refresco en la confitería del hotel Ambos Mundos, donde pasó algunas temporadas de los años treinta el taciturno Ernest Hemingway, o llegarse hasta el puerto, dejarse perder entre fragancias y colores en la feria de las artesanías, y recompensarse después con la exquisita cerveza suelta (elaborada allí mismo) del “Viejo Almacén del Tabaco y la Madera”.



Hay que caminar por La Habana Vieja, hay que caminar mucho. Vale la pena. Andar con el corazón libre y dejarse despertar por el canto de los gallos. Después, con un café fuerte y caliente en la panza, el asfalto desparejo terminará de sacarnos el sueño y comprenderemos, ya en plena vigilia, que los ojos abiertos no alcanzan para comprenderlo todo.

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