El presente artículo del sociólogo portugués De Sousa Santos fue publicado
inicialmente por el diario digital de Madrid Público en su sección blogs “Espejos extraños”, el pasado 13 de
agosto de este año y hoy, 16 de octubre, también por el diario Página|12, de Buenos Aires, como columna
de opinión. La traducción desde la lengua portuguesa fue realizada por Antoni
Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez.
Boaventura de Sousa Santos es
sociólogo, y director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de
Coímbra (Coímbra, Portugal). Sus últimos libros en español son Si Dios fuese un activista de los derechos
humanos (Madrid, Trotta 2014) y, de próxima aparición, en coautoría con
Maria Paula Meneses, Epistemologías del
Sur (Madrid, Akal).
Hemos considerado oportuno
incluir el presente artículo en ¡Ansina
es!... dada la importancia de sus definiciones para los análisis y las
acciones populares en los países de Nuestramérica. G.E.
La dominación
social, política y cultural siempre es el resultado de una distribución
desigual del poder en cuyos términos quien no tiene poder o tiene menos poder
ve sus expectativas de vida limitadas o destruidas por quien tiene más poder.
Esta limitación o destrucción se manifiesta de diferentes maneras: desde la
discriminación hasta la exclusión, desde la marginación hasta la liquidación
física, psíquica o cultural, desde la demonización hasta la invisibilización.
Todas estas formas pueden reducirse a una sola: la opresión. Cuanto más
desigual es la distribución del poder, mayor es la opresión. Las sociedades con
formas duraderas de poder desigual son sociedades divididas entre opresores y
oprimidos. La contradicción entre estas dos categorías no es lógica, sino más
bien dialéctica, ya que ambas forman parte de la misma unidad contradictoria.
Los factores que
están en la base de la dominación varían de época a época. En la época moderna,
digamos, desde el siglo XVI, los tres factores principales han sido: el
capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. El primero es originario de la
modernidad occidental, mientras que los otros dos existían antes pero fueron
reconfigurados por el capitalismo. La dominación capitalista se basa en la
explotación del trabajo asalariado por medio de relaciones entre seres humanos
formalmente iguales. La dominación colonial se basa en la relación jerárquica
entre grupos humanos por una razón supuestamente natural, ya sea la raza, la casta,
la religión o la etnia. La dominación patriarcal implica otro tipo de relación
de poder pero igualmente basada en la inferioridad natural de un sexo o de una
orientación sexual.
Las relaciones
entre los tres modos de dominación han variado a lo largo del tiempo y del
espacio, pero el hecho de que la dominación moderna se asiente en los tres es
una constante. Al contrario de lo que vulgarmente se piensa, la independencia
política de las antiguas colonias europeas no significó el fin del
colonialismo, significó la sustitución de un tipo de colonialismo (el
colonialismo de ocupación territorial efectiva por una potencia extranjera) por
otros tipos (colonialismo interno, neocolonialismo, imperialismo, racismo,
xenofobia, etc.).
Vivimos en
sociedades capitalistas, colonialistas y patriarcales. Para tener éxito, la
resistencia contra la dominación moderna tiene que basarse en luchas
simultáneamente anticapitalistas, anticoloniales y antipatriarcales. Todas las
luchas tienen que tener como objetivo los tres factores de dominación, y no
solo uno, aunque las coyunturas puedan aconsejar que incidan más en un factor
que en otro.
El siglo XX fue de
los siglos más violentos de la historia, pero también se caracterizó por muchas
conquistas positivas: desde los derechos sociales y económicos de los
trabajadores hasta la liberación e independencia de las colonias, desde los
movimientos de los derechos colectivos de las poblaciones afrodescendientes en
las Américas y de los pueblos indígenas hasta las luchas de las mujeres contra
la discriminación sexual. Sin embargo, a pesar de los éxitos, los resultados no
son brillantes. En las primeras décadas del siglo XXI atravesamos incluso un
período de reflujo generalizado de muchas de las conquistas de esas luchas. El
capitalismo concentra la riqueza más que nunca y agrava la desigualdad entre
países y dentro de ellos; el racismo, el neocolonialismo y las guerras
imperiales asumen formas particularmente excluyentes y violentas; el sexismo, a
pesar de todos los éxitos de los movimientos feministas, sigue ejerciendo
violencia contra las mujeres con una persistencia inquebrantable.
Un diagnóstico
correcto es condición necesaria para salir de esta aparente estasis histórica.
Sugiero varios componentes principales del diagnóstico. El primero reside en
que, mientras que la dominación moderna articula siempre capitalismo con
colonialismo y patriarcado, las organizaciones y movimientos que vienen
luchando contra ella siempre han estado divididas, cada una privilegiando uno
de los modos de dominación y descuidando, o incluso ignorando, el resto, y cada
una defendiendo que su lucha y su forma de lucha es más importante. No
sorprende, así, que muchos partidos socialistas y comunistas, que lucharon
(cuando lucharon) contra la dominación capitalista, hayan sido durante mucho
tiempo colonialistas, racistas y sexistas. Del mismo modo, no sorprende que
movimientos nacionalistas, anticoloniales y antirracistas hayan sido
capitalistas, procapitalistas y sexistas, y que movimientos feministas hayan
sido conniventes con el racismo, el colonialismo y el capitalismo. De este
hecho histórico resulta claro que los avances serán escasos si la dominación
continúa unida y la oposición desunida.
El segundo
componente tiene que ver con el modo en que se organizaron las resistencias
anticapitalistas, anticolonialistas y antipatriarcales. Trabajadores,
campesinos, mujeres, personas esclavizadas, pueblos colonizados, pueblos
indígenas, pueblos afrodescendientes, poblaciones discriminadas por la
discapacidad o por la condición u orientación sexual recurrieron a muchas
formas de lucha, unas violentas, otras pacíficas, unas institucionales, otras
extrainstitucionales. A lo largo del siglo pasado, esas múltiples formas se
fueron condensando en partidos políticos, movimientos de liberación y
movimientos sociales, y, salvo algunas excepciones, fueron dando preferencia a
la lucha institucional y no violenta. El régimen político que se impuso como la
mejor respuesta a estas opciones fue la democracia de origen liberal, la democracia
actualmente existente. Ocurre que la potencialidad de este tipo de democracia
para responder a las aspiraciones de las poblaciones oprimidas siempre fue muy
limitada y las limitaciones se fueron agravando en tiempos más recientes. El
modelo que más desarrolló esa potencialidad fue la socialdemocracia europea, y
su mejor momento (conseguido, en buena medida, a costa del colonialismo y el
neocolonialismo, o sea, de las relaciones económicas desiguales con las
colonias y las excolonias), está hoy bajo ataque, no solo en Europa, sino
también en todos los países que buscaron imitar su espíritu moderadamente
redistributivo para reducir las enormes desigualdades sociales (Argentina,
Brasil, Venezuela).
En todas partes, la
democracia de baja intensidad está siendo cercada por fuerzas antidemocráticas
y, en algunos países, va transitando hacia dictaduras atípicas, muchas veces
basadas en la destrucción de la separación de poderes (desde Brasil a Polonia y
Turquía) o en la manipulación de los sistemas mayoritarios (fraude electoral
sistemático, como en México, sistemas electorales que no garantizan la victoria
del candidato más votado, como Hillary Clinton en Estados Unidos). Sabíamos que
la democracia se defiende mal de los antidemócratas pues, de otro modo, Hitler
no habría ascendido al poder por vía de las elecciones. Y nótese que, si bien
de modo fraudulento, su partido ostentaba la palabra “socialismo” en su nombre.
Hoy, la democracia está siendo secuestrada por fuerzas económicas poderosas
(bancos centrales, Fondo Monetario Internacional, agencias de calificación de
crédito) no sujetas a ninguna deliberación democrática. Y las imposiciones
pueden ser legales (¿y legítimas?): intereses de deuda pública, imposición de
tratados de libre comercio, políticas de austeridad, rules of engagement de las
multinacionales, control corporativo de los grandes medios de comunicación; e
ilegales: corrupción, tráfico de influencias, abuso de poder, infiltración en
las organizaciones democráticas, incitación a la violencia.
La democracia es
hoy servidora de los intereses imperiales, cuando no directamente uno de sus
instrumentos. Para imponerla se destruyen países enteros, sean ellos Irak,
Libia, Siria o Yemen. Está bien documentada la intervención imperialista para
desestabilizar procesos democráticos dotados de algún ánimo redistributivo y
animados por algún posicionamiento nacionalista para protegerse del mercado
internacional depredador de recursos estratégicos, sean ellos petróleo,
minerales o, de modo creciente, tierra o agua. Esta desestabilización se nutre
siempre de los errores, a veces graves, de los gobiernos nacionales (algunos
considerados progresistas) y cuenta con la activa complicidad de las
oligarquías que dominaron estos países. La descaracterización de la democracia
es tal que ya se habla hoy de posdemocracia, un nuevo régimen político basado
en la conversión de los conflictos políticos en conflictos mediáticos
minuciosamente gestionados por técnicos de publicidad y comunicación, y
últimamente apoyados por la posverdad mediática de las fake news.
El tercer
componente del diagnóstico tiene que ver precisamente con los errores de los
gobiernos nacionales. ¿Por qué se equivocan con tanta frecuencia, sobre todo
cuando son considerados gobiernos progresistas? Son muchos los factores: no hay
alternativas anticapitalistas creíbles y las conquistas contra el colonialismo,
el racismo o el sexismo parecen depender de que no interfieran con la
dominación capitalista; una vez obtenido el poder de gobierno, las fuerzas
progresistas se comportan como si tuviesen, además de aquel, el poder
económico, social y cultural que se reproduce en la sociedad en general, y con
eso deja de reconocerse la gravedad o incluso la existencia de antagonismo de
clases, razas y sexos; las luchas contra el capitalismo, el colonialismo y el
patriarcado son siempre concebidas como si se buscara eliminar los “excesos” de
estos modos de dominación, y no su fuente. De tal “autocontención”, voluntaria
o impuesta, devienen dos consecuencias fatales.
La primera es
tolerar o incluso promover un sistema de educación que fomenta los valores y
las subjetividades que sustentan el capitalismo y las relaciones coloniales,
racistas y sexistas. La segunda es negarse a imaginar (o ignorar cuando
ocurren) formas alternativas de organizar la economía, concebir la democracia,
organizar el Estado, practicar la dignidad humana, dignificar la naturaleza,
promover formas de sentir y de ser solidarias, sustituir cantidades y gustos
infinitos por la proporcionalidad, dejar de lado euforias desarrollistas en
beneficio de límites justos y fruiciones comedidas, promover la diferencia y la
diversidad con la misma intensidad con la que se promueve la horizontalidad. Al
presentarse como fatales, estas dos consecuencias son inhumanas. Por la simple
razón de que ser humano es no ser plenamente humano. Es no tener que ser para
siempre lo que se es en un determinado contexto, tiempo o lugar.
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