Una de las derivaciones más inesperadas de la crisis en las
relaciones entre Brasil y Estados Unidos, misma que diera origen al duro
discurso de la presidenta Dilma Rousseff ante la Asamblea General
de la ONU y la
cancelación de la “visita de Estado” a Washington –programada para octubre
pasado– repercutió directamente sobre un tema que rondaba en los despachos
oficiales de Brasilia desde 2005 y que hasta hace pocos días permanecía irresuelto:
la muy controvertida renovación de la flota de 36 aviones caza que Brasil
necesita para controlar su espacio aéreo y, principalmente, el de la enorme
cuenca amazónica y subamazónica.
En opinión de los expertos brasileños, la flota de la cual
dispone actualmente
Brasil es obsoleta o, en el mejor de los casos, insuficiente,
y la necesidad de su urgente renovación no podía ser demorada. Sin embargo,
después de años de estudios, informes y pruebas no se llegaba a un acuerdo
entre los actores involucrados en la decisión. Las propuestas consideradas por
la licitación convocada en 2001 por el Gobierno brasileño eran tres: el Boeing
F/A-18 E/F Super Hornet (originalmente fabricado por la firma norteamericana
McDonnell Douglas, posteriormente adquirida por la Boeing), los Dassault
Rafale de Francia y el SAAB Gripen-NG sueco. Una alternativa, descartada ab initio por razones nunca aclaradas
pero indudablemente políticas, fue el Sukhoi Su-35, de fabricación rusa. Así
las cosas, en un primer momento una parte mayoritaria del alto mando de la Fuerza Aérea
Brasileña (FAB) y diversos sectores de la burocracia política y diplomática de
Brasilia se inclinaban por adquirir los nuevos equipos en Estados Unidos,
mientras otros favorecían los Rafale franceses y un sector francamente minoritario
a los suecos Gripen-NG. El disenso condujo a la parálisis y Lula, pese a su
indiscutible autoridad, tuvo que resignarse a terminar su mandato sin poder
resolver el impasse, aunque era por todos conocidos que se inclinaba a favor de
los Rafale. La indecisión terminó hace un par de días con una decisión muy
desafortunada, la menos mala pero muy lejos de ser la mejor, como se verá más
adelante: adquirir los Gripen-NG suecos.
Grietas en una
relación muy especial
La sorpresiva revelación del espionaje realizado por
Washington sobre el Gobierno y la dirigencia de Brasil –es decir, sobre un país
que supo ser uno de sus más incondicionales aliados en América– estaba llamada
a inclinar el fiel de la balanza en contra de los F-18. Incondicionalidad en el
vínculo de sucesivos gobiernos brasileños con Estados Unidos, decíamos, que era
archisabida pero que saltó irrefutablemente a la luz pública con la
desclasificación, en agosto de 2009, de un memorándum de la CIA en el cual se daba cuenta
del “constructivo” intercambio de ideas sostenido en 1971 entre los presidentes
Emilio Garrastazú Medici y Richard Nixon con el propósito de explorar
modalidades idóneas para desestabilizar a los gobiernos de izquierda en Cuba y
Chile.
Lo anterior es uno de los muchos ejemplos de “colaboración”
entre Brasilia y Washington. Basta con recordar la participación de Brasil en la Segunda Guerra
Mundial, batallando codo a codo con la
U. S. Army, a lo que podríamos agregar uno más: en febrero de
1976 Henry Kissinger viajó a Brasil para formalizar lo que pretendía fuera una
sólida y duradera alianza entre el gigante sudamericano y Estados Unidos. La
humillante derrota sufrida en Vietnam exigía el pronto fortalecimiento de las
relaciones con América Latina, que tal como Fidel y el Che repitieran hasta el
cansancio, es la retaguardia estratégica del imperio. Nada mejor que comenzar
por Brasil, en cuya
capital Kissinger fue recibido como una celebridad mundial y
firmó un histórico acuerdo con el dictador brasileño Ernesto Geisel. Según el
mismo, los dos mayores poderes del Hemisferio Occidental (para usar lenguaje de
aquella época) se comprometían a mantener consultas regulares y al más alto
nivel sobre asuntos de política exterior.
Subyacía a este acuerdo el conocido axioma de Kissinger que
decía que “Hacia donde se incline Brasil se inclinará América Latina”. Acuerdo que
murió al nacer porque, como lo recuerda permanentemente Noam Chomsky,
Washington no admite restricción alguna a sus decisiones, tanto si brotan de un
tratado bilateral como de cualquier otra fuente del derecho internacional. Si la Casa Blanca quiere
consultar lo hace, pero no se siente obligada a ello y mucho menos a someterse
a los términos de un tratado o una convención. En todo caso lo anterior revela
la intención de ambas capitales de coordinar sus políticas. En ese contexto
histórico la coordinación se produjo en el terreno de las actividades
represivas a desarrollarse en el Cono Sur, como lo demuestra sobradamente el
siniestro Plan Cóndor. En fechas más cercanas, en 2007, Lula y George W. Bush
firmaron un acuerdo para compartir tecnología con el propósito de fomentar la
producción de agrocombustibles –buen negocio para Estados Unidos, depredación
ecológica para Brasil– reforzando nuevamente los tradicionales
“lazos de amistad y cooperación” entre Washington y Brasilia.
Ahora bien: la ilegal –además de ilegítima– interdicción de
los cables, mensajes y telefonemas de la presidenta brasileña (así como de
muchos gobernantes y funcionarios de otros países del área) tuvo, en el caso de
Brasil, un agravante de mucho peso porque Washington también incurrió en otro
grosero acto de delincuencia común: el espionaje industrial, practicado en
contra de la empresa Petrobras. No era aventurado, por lo tanto, pronosticar
que este cúmulo de circunstancias casi con seguridad precipitarían el desenlace
de la prolongada indecisión en relación al re-equipamiento de la FAB. Luego de lo
ocurrido sería una insensatez que Brasil decidiera renovar su material aéreo
con aviones estadounidenses.
Pero entonces, ¿cuáles serían las alternativas? ¿Con qué
reemplazar a lo que, a todas luces, era el avión predilecto de la FAB?
Alternativas de
re-equipamiento
Un informe secreto de la propia FAB (pero que alguien se
encargó de filtrarlo a la prensa), de enero de 2010, y que fuera enviado al
Ministerio de Defensa evaluando a los tres candidatos principales para renovar
la flota de aviones caza clasificaba al Gripen-NG claramente por detrás del
francés Rafale y el F-18 Super Hornet. Según ese informe, sus capacidades
técnicas y militares eran inferiores a las de sus homólogos francés y
estadounidense. Es cierto que también era inferior su precio, estimado en unos setenta
millones de dólares, mientras que la cotización del F-18 rondaba en torno a los
cien millones de la misma moneda y el Rafale, mucho más caro, se empinaba casi
hasta los ciento cuarenta millones. Una vez filtrado el informe el entonces ministro
de Defensa Nelson Jobim se apresuró en aclarar dos cosas: primero, que la
decisión final sobre la adquisición de los aviones sería tomada por el Gobierno
nacional y no por la FAB
y, segundo, descartó en línea con lo que declarara Lula que el precio de las
aeronaves pudiese llegar a ser un factor determinante de la decisión. La
posibilidad insinuada en su momento por Nicolás Sarkozy de que Brasil pudiese
recibir la tecnología y fabricar los Rafale en sus propias instalaciones
industriales y luego venderlos –si bien exclusivamente en América Latina– fue
lo que inclinó el fiel de la balanza de Lula a favor del Rafale. Pero su
decisión no convenció a la cúpula de la
FAB y a otros sectores de su gobierno, férreamente favorables
a cerrar el acuerdo con la
Boeing. Claro que, a diferencia de los franceses, la
constructora de los Super Hornet no parecía muy dispuesta a hablar de
transferencias de tecnología, a lo que se agregó el hecho de que la historia
reciente registraba un antecedente inquietante: el “régimen de Washington”
acostumbraba prohibir la venta de partes y repuestos de aviones estadounidenses
a países clasificados por el Departamento de Estado como “hostiles a los
Estados Unidos” o como “no cooperativos” en la nebulosa y vaguísima guerra
contra el narcotráfico y el terrorismo internacional. O sea, a países que
tuviesen la osadía de adoptar una política no alineada con la de los Estados
Unidos. Y esto era un riesgo que no podía ser subestimado por los compradores.
En otras palabras, aunque los Super Hornet parecían más
atractivos, tanto en términos económicos como por lo avanzado de su tecnología
y por la continuidad que ofrecían con parte de la dotación actual de la FAB, lo cierto es que el
incidente diplomático del espionaje, unido al peligro de que, en caso de un
conflicto entre Brasilia y Washington, éste hiciera con Brasil lo que, por
ejemplo, hizo hace poco más de diez años con la Venezuela chapista,
contribuyó a debilitar al frente “pro-estadounidense”. Como se recordará, en
esa ocasión el presidente George W. Bush impuso un embargo a la venta de partes
y repuestos y, lo que es más importante, al envío de los sistemas
computarizados de navegación y combate que, como los software de las computadoras, se renuevan cada pocos meses y sin
cuya última versión el “hardware”, en este caso los aviones, dejan de prestar
los servicios que se espera de ellos. Bastaría con que en el caso de un
diferendo la Casa Blanca
decidiera embargar, aunque sea temporalmente, el suministro de las nuevas
versiones de esos sistemas para que esos aviones quedaran prácticamente
inutilizados y la Amazonía
desprotegida. Si lo hizo con Chávez, ¿por qué no habría de reincidir en esa
conducta en el caso de un conflicto de intereses con Brasil?
Lamentable ausencia
de una reflexión geopolítica
La parálisis que bloqueó por tanto tiempo la renovación del
material aéreo de la FAB
se habría destrabado fácilmente si los involucrados en la toma de decisión se
hubiesen formulado esta simple pregunta: ¿cuántas bases militares tienen en la
región cada uno de los países que nos ofertan sus aviones para vigilar nuestro
territorio? Si lo hubieran hecho la respuesta habría sido la siguiente: Suecia
no tiene ninguna; Francia tiene una base aeroespacial en la Guayana francesa,
administrada conjuntamente con la
OTAN y con presencia de personal militar estadounidense; y
Estados Unidos tiene, en cambio, 77 bases militares en la región (último
recuento, a diciembre de 2013), un puñado de ellas alquiladas o
co-administradas con terceros países como el Reino Unido, Francia y Holanda.
Algún burócrata de Itamaraty o algún militar brasileño entrenado en West Point
podrían aducir que esas se encuentran en países lejanos, que están en el Caribe
y que tienen como misión vigilar a la Venezuela bolivariana. Pero se equivocan: la dura
realidad es que mientras ésta es acechada por 13 bases estadounidenses
instaladas en sus países limítrofes, Brasil se encuentra literalmente rodeado
por 24, que se convierten en 26 si sumamos las dos bases británicas de ultramar
con que cuenta Estados Unidos –vía la
OTAN– en el Atlántico ecuatorial y meridional, en las Islas
Ascensión y en Malvinas respectivamente, y en el medio de la línea imaginaria
que las une se encuentra nada menos que el gran yacimiento petrolífero del Pre-Sal.
Es obvio que comprar armamento a quien amenaza con tan formidable presencia
militar no parecería ser un ejemplo de sensatez y astucia en el sofisticado
arte de la guerra.
Por otra parte, al adoptar una decisión de esa envergadura
debería haberse ponderado la probabilidad del estallido de algún tipo de
conflicto abierto, inédito hasta ahora en la historia de las relaciones
brasileño-estadounidenses, pero no por eso imposible. Probabilidad sumamente
baja, por no decir inexistente, si de Rusia o China se trata, pero cada vez
mayor en el caso de Estados Unidos o algunos de sus “proxis” –tal vez “secuaces”
sería el término más apropiado– europeos embarcados en una cacería cada vez más
violenta a inescrupulosa de recursos naturales. Por lo tanto, la chance de que,
en el curso de los próximos diez o quince años, puede surgir un serio
enfrentamiento entre Brasilia y Washington por la disputa de algunas de las
enormes riquezas albergadas en la
Amazonía –agua, minerales estratégicos, biodiversidad,
etc.–, o por la eventual negativa de Brasil a secundar a
Estados Unidos en una aventura criminal como la que planea para Siria o Irán, o
la que llevara a cabo en Libia e Irak, no es para nada marginal. Es más,
diríamos que Estados Unidos, acosado por la desestabilización del orden
neocolonial impuesto en Medio Oriente con la colaboración de aliados tan
nefastos como Israel y Arabia Saudita, y sus crecientes dificultades en
Asia ponen en cuestión el suministro del petróleo y las
materias primas y minerales estratégicos demandados por su insaciable voracidad
de consumo. Esta combinación de factores torna altamente probable que más
pronto que tarde se desencadene una clara confrontación entre Washington y
Brasilia. Si tal eventualidad fuese un mero juego de la imaginación y de
bajísima –por no decir nula– probabilidad de concreción, no se comprenderían
entonces las razones por las cuales Estados Unidos desplegó tal cantidad de
bases cercando férreamente al Brasil por tierra y por mar. Si Washington lo
hizo no fue por descuido o casualidad, sino en anticipación de algún diferendo
que sus estrategos estiman será de difícil, o imposible, resolución por la vía
diplomática. Si instalaron las bases es porque, ¡sin la menor duda!, el
Pentágono contempla en el horizonte una hipótesis de conflicto con Brasil. De
otro modo tal costoso despliegue de esas unidades de combate sería ridículo y
completamente incomprensible.
El chantaje
estadounidense sobre los aviones europeos
Ante esta inocultable realidad una parte creciente de los
actores de este proceso decisional comenzaron a inclinarse por los Rafale
franceses hasta que… ¡el presidente François Hollande arrojó por la borda toda
la tradición gaullista al declarar que su Gobierno estaba dispuesto a secundar
nada menos que el plan criminal de Barack Obama de bombardear Siria! Este
anuncio fue hecho después que el parlamento británico se rehusara a acompañar
tan siniestra iniciativa, con lo cual surgió de inmediato la siguiente
pregunta: ¿qué garantías podría tener Brasil de que, ante un diferendo con
Estados Unidos, París no se inclinaría solícita ante un pedido de la Casa Blanca de
bloquear el envío de partes y software
para los Rafales adquiridos por Brasil? Si hace apenas unos pocos meses
Hollande demostró su incondicional complicidad con un plan criminal como el
bombardeo indiscriminado de Siria, ¿por qué pensar que actuaría de modo
diferente en caso de un conflicto abierto entre Brasilia y Washington? En tal
eventualidad la Casa
Blanca recurriría al manual conteniendo sus “procedimientos
estandardizados de operación” (SOP, por su sigla en inglés) y rápidamente
denunciaría que Brasilia “no colabora” en la lucha contra el terrorismo y el
narcotráfico con lo cual se convierte en una amenaza a la “seguridad nacional”
de Estados Unidos y, escudándose en una ley del Congreso, embargaría el envío
de partes y software al país
sudamericano a la vez que solicitaría que hagan lo mismo sus aliados europeos.
¿Podría confiarse en que Francia, o llegado el caso Suecia, no se plegarían a
la exigencia norteamericana? ¡De ninguna manera! Veamos el registro histórico:
en la actualidad países como Corea del Norte, Cuba, Irán, Siria, Sudán y, para
ciertos productos, la
República Popular China, son víctimas de diversos tipos de
embargos, y en todos los casos Washington cuenta con la solidaridad de sus
compinches europeos. En el caso cubano, el más radical de todos, lo que hay más
que un embargo para cierto tipo de productos es un bloqueo integral, ¡cuyo
costo para los cubanos equivale a dos Planes Marshall en contra! En relación a
los aviones franceses y suecos los decisores
brasileños tendrían que haber conocido qué proporción de
partes y tecnología estadounidenses contenían los Rafale y los Gripen-NG.
Porque si llegaban a tener más de un 10 % –no de todo el avión sino de cada una
de sus principales partes: aviónica, fuselaje, sistemas electrónicos, informática,
etc. – bastaría para que, en caso de conflicto con Brasil, Washington exigiera
la aplicación de un embargo sin que los gobiernos actuales (y los previsibles)
de Francia o Suecia pudiesen negarse a obedecerlo so pena de transgredir una
legislación concebida nada menos que para garantizar la seguridad nacional de
Estados Unidos. Tómese nota de lo siguiente: el motor que propulsa al
Gripen-NG es un desarrollo de una turbina fabricada por la
empresa estadounidense General Electric. Sólo con eso es suficiente para que,
ante una controversia entre Washington y Brasilia, Suecia pueda verse obligada
a interrumpir el suministro de partes y software
para los aviones vendidos al Brasil, a menos que esté dispuesta a enfrentar los
costos de un serio conflicto con Estados Unidos.
El Sukhoi: la carta
rusa
Así las cosas, lo único que podría haber garantizado la
independencia militar del Brasil habría sido adquirir sus aviones en países
que, por su poderío, por razones de su propia inserción en el sistema internacional
y por su estrategia diplomática, estuvieran exentos del riesgo de convertirse
en obedientes ejecutores de los mandatos de la Casa Blanca. Hay sólo
dos países que detentan esas características y que, a la vez, cuentan con la
capacidad tecnológica para construir aviones caza de última generación: Rusia y
China, respectivamente fabricantes del Sukhoi y el Chengdu J-10.
En consecuencia, el debate sobre quién suministraría los
nuevos aviones que Brasil –¡y los países con los que comparte la cuenca amazónica!–
necesitan llegó abruptamente a un punto completamente inesperado: descartados
los F-18 y los Rafale, la opción más razonable habría sido llamar a una nueva
licitación y permitir la inscripción de los aviones rusos y chinos.
Infelizmente no fue ese el camino elegido por Brasilia.
Alguien podría preguntarse qué tienen de malo los Gripen-NG
suecos. No sólo lo que indica el informe secreto filtrado a la prensa y
detallado más arriba sino que, además, desde el punto de vista político no hay
garantía alguna de que Estocolmo –es decir la Suecia de hoy, no la que existía en los tiempos
de Olof Palme, que por algo fue asesinado– vaya a comportarse de manera
distinta ante una requisitoria de Washington de embargar el envío de partes y software a los Gripen-NG de la FAB. Por eso el 18 de
diciembre de 2013 el ministro de Defensa de Brasil, Celso Amorím, anunció el
resultado de la licitación con la adjudicación de los mismos a la empresa sueca
SAAB, fabricante de Gripen-NG. “La elección se basó en los criterios de desempeño,
transferencia de tecnología y costo”, dijo en la rueda de prensa convocada a
tal efecto.
Desgraciadamente la elección no tuvo en cuenta el criterio
más importante para la toma de decisiones en asuntos que hacen a la
autodeterminación y la defensa nacional: la geopolítica. ¿Cómo se pudo ignorar
que un informe oficial del Parlamento Europeo del 14 de febrero de 2007
estableció que con posterioridad a los atentados del 11-S –entre 2001 y 2005– la CIA operó 1245 vuelos ilegales
en el espacio aéreo europeo, trasladando “detenidos fantasmas” (“ghost
detainees”) hacia centros de detención y tortura en Europa (especialmente
Rumania y Polonia) y Oriente Medio? Entre los gobiernos que se prestaron a tan
siniestro tráfico se encuentra el país donde se fabricarán los aviones
encargados de vigilar el espacio aéreo brasileño, Suecia, que si bien en el
citado informe no es acusado de haber admitido “interrogatorios” en
su territorio pero sí de haber permitido que esos “vuelos de
la muerte” estadounidenses se reabastecieran y encontraran apoyo logístico en
sus aeropuertos. Siendo esto así, ¿cómo confiar que un país que se prestó a una
maniobra tan atrozmente violatoria de los derechos humanos podría rehusarse a
“colaborar” con Washington en caso de que éste le solicitara interrumpir el
envío de suministros para los Gripen-NG de la FAB?
Conclusión
Por eso dijimos antes y ratificamos con más fuerza ahora: la
única opción realmente autónoma que tenía la presidenta Dilma Rousseff era la
de adquirir los Sukhoi rusos, aún al costo de tener que soportar virulentas
críticas dentro y fuera de Brasil. Dentro, porque a nadie se le escapa que hay
sectores internos que proponen olvidarse de
Latinoamérica y militan a favor de una incondicional alianza
con los Estados Unidos y Europa, y en los cuales prevalece la mentalidad de la Guerra Fría que
Estados Unidos se ha esmerado en mantener viva a lo largo de todos estos años,
si bien con algunos maquillajes. Por ejemplo, no se habla ya del “peligro
soviético” pero sí de la “amenaza
terrorista”; y Rusia, al dar asilo y protección al ex agente
de la National
Security Agency (NSA), Edward Snowden, confirma que no se
encuentra del lado de la libertad y la democracia sino precisamente en la
vereda de enfrente. Y críticas fuera del Brasil, porque Estados Unidos no sólo
habría presionado para abortar una posible decisión a favor de los Sukhoi sino
que, en caso de concretarse la adquisición, hostigaría a Brasilia con condenas
y sanciones de todo tipo. La desorbitada ambición del imperialismo y sus
sistemáticos atropellos a la legalidad internacional y a la soberanía nacional
brasileña no le dejaban a la presidenta Rousseff ninguna otra alternativa. Su
única escapatoria para garantizar el control de la cuenca amazónica, más por
necesidad que por convicción, eran los Sukhoi. Cualquier otra opción ponía
seriamente en riesgo la autodeterminación nacional.
Lamentablemente estas consideraciones geopolíticas no fueron
tenidas en cuenta, y se tomó una mala decisión –la menos mala porque peor aún hubiera
sido adquirir los F-18– pero mala al fin porque es antagónica al interés
nacional brasileño y, por extensión, a las aspiraciones de autodeterminación de
Sudamérica. Con esta decisión Brasil podrá vigilar y preservar la integridad de
la amenazada Amazonía mientras no exista un diferendo con Estados Unidos o
alguno de sus compinches; pero si un conflicto llegara a desatarse Brasil
quedaría prácticamente desarmado, rehén de los chantajes y la prepotencia de
Washington. El problema no era tan sólo con los aviones de la Boeing sino también con los
de cualquier otro país que previsiblemente se inclinara solícito ante las
requisitorias de Washington, como todos los europeos. Comprarle los aviones
caza al aliado de quien espía a las autoridades y las empresas brasileñas y
aliado también de quien acecha al país con veintiséis bases militares es un
gesto de increíble insensatez política y que revela un imperdonable amateurismo
en el arte de la guerra, errores estos que le van a costar muy caro a Brasil y,
por extensión, a toda Sudamérica. Con la adquisición de los Gripen-NG se ha
desperdiciado una magnífica oportunidad de avanzar hacia la autodeterminación
militar, prerrequisito de la independencia económica y política. No sólo Brasil
tomó una pésima decisión que perjudica su soberanía; también perdió la UNASUR porque con ella se
obstaculiza la clara percepción de quién es el verdadero enemigo que nos
amenaza con su infernal maquinaria militar. Por eso hoy es un día muy triste
para Nuestra América. Como se dice en la jerga de los videojuegos de guerra,
“game over”, ¡y desgraciadamente ganaron los villanos! Ojala que los movimientos
sociales y las fuerzas políticas patrióticas y antiimperialistas de Brasil
tengan la capacidad de revertir tan desafortunada decisión.
Otra opinión tiene el uruguayo Raúl Zibechi, quien sostiene
que es “Una decisión que fortalece la independencia”, ver en http://www.alainet.org/active/70039
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