(Samuel Blixen,
periodista uruguayo, es autor de la nota publicada en 2006 por la revista
montevideana Brecha. En esta semana
de conmemoración por la instauración absoluta, también en Argentina, del Plan Cóndor
en marzo de 1976, hace 36 años, es apropiado volver a esta lectura.)
La afirmación de que no existen archivos sobre los crímenes
de la dictadura –que las inefables “fuentes militares” recurrentemente susurran
a sus complacientes corresponsales– es parcialmente cierta. No existe un
archivo, existen varios. Cada atrocidad era puntualmente consignada y cada
papel escrito era duplicado, triplicado, multiplicado tantas veces como
responsables hubieran participado.
La evidencia de esa práctica me tomó por sorpresa en enero
de 1993 cuando, al mes de haber sido descubierto el llamado “archivo del
terror” de la dictadura paraguaya, con el entonces diputado Hugo Cores
destinamos horas y horas, en el despacho de un juez en Asunción, a revisar la
montaña de documentos en busca de pistas sobre uruguayos desaparecidos en el
exterior. Irónicamente, nos había convocado para esa tarea la información sobre
una desaparición no registrada, de un uruguayo no conocido, cuyo documento de
identidad apareció en el cajón del escritorio de uno de los más sanguinarios
policías de Alfredo Stroessner. Resultó ser un documento falso para encubrir la
identidad de uno de los traidores del MLN, responsable de cientos de
detenciones de prisioneros torturados. Mario Píriz Budes, el “Tino”, estaba
oculto en Asunción desde que, en combinación con los militares, fraguó una
“fuga” que le permitió abandonar Uruguay para continuar en Paraguay su oficio
de soplón.
La inspección del archivo permitió, además de las pruebas
sobre la coordinación represiva y el surgimiento del Plan Cóndor, descubrir
elementos clave sobre la suerte de otros dos uruguayos desaparecidos, Gustavo
Insaurralde y Nelson Santana, detenidos en Asunción en marzo de 1977. Los
documentos, con sus fichas y fotos, reproducían los interrogatorios a que
fueron sometidos bajo la dirección del entonces capitán Carlos Calcagno,
representante uruguayo del Cóndor en Asunción. De los textos surgían las
pruebas de las torturas que sufrieron y las órdenes de aumentar los castigos;
también se consignaba el “recibo” de entrega de los detenidos a la tripulación
de un avión argentino. La exactitud de la matrícula (los nombres de los pilotos
eran alias) permitió identificar el avión: era el del comandante de la Armada,
Emilio Massera.
El contenido de aquellos documentos, que probaban la
existencia del Cóndor (uruguayos detenidos en Paraguay, interrogados por
oficiales uruguayos y después trasladados a Argentina por oficiales
argentinos), no era una excepción. El 90 por ciento del “archivo del terror”
era la meticulosa historia de 40 años de represión y crímenes. Cada episodio,
contado con ese particular estilo de parte policial, no olvidaba puntualizar el
origen de la orden, fecha, cargo, nombre: “En cumplimiento de las órdenes
impartidas por usted, señor comisario, hemos dado muerte a fulano”. Y así a lo
largo de la escala jerárquica, jefe de policía, ministro, hasta llegar al
presidente.
¿Por qué se repetía, una y otra vez, la confesión de la
culpa socializada? ¿Por qué el mandamás no expurgaba esas carpetas que lo incriminaban?
Porque el compromiso de silencio se cimentaba precisamente en la multiplicación
de copias, el reaseguro de cada involucrado para evitar ser el chivo
expiatorio. Esa lógica fue la que operó en 1986 cuando el mayor José Nino
Gavazzo –cuyo nombre se repetía en la mayoría de las denuncias presentadas ante
la justicia por violaciones a los derechos humanos– anunció públicamente que si
él era condenado entonces comenzaría a hablar. La sola palabra de Gavazzo,
incriminando a sus compañeros, pero fundamentalmente a sus superiores, sólo
podía tener efecto si se cimentaba en pruebas, en documentos. La amenaza fue
tan poderosa que no sólo ayudó a instalar la impunidad legal con la ley de
caducidad, sino que afianzó la omertá
hasta estos días en que los interrogatorios judiciales los llevan a incurrir en
contradicciones y acusarse mutuamente.
La eliminación de los archivos es una acción inoperante. Los
terroristas de Estado saben que siempre habrá un duplicado. El quid de la
cuestión reside en mantenerlos bien ocultos y en afianzar la complicidad. Es el
mismo axioma que llevaba a los militares en los cuarteles a reclamar la
participación de todos en las sesiones de tortura; todos, oficiales y tropa,
debían mancharse con sangre para consolidar la impunidad. Aunque
parezca una broma, quien se negaba era degradado, deshonrado; hasta tal punto
llegaba la inversión de los valores.
Hay informaciones relevantes sobre la existencia de
“archivos particulares” en bancos europeos, en cuentas secretas. Por ejemplo,
documentación sobre las atrocidades nazis; documentación sobre la Escuela de
Mecánica de la Armada, que algunos marinos particularmente involucrados en
aquel horror pusieron a recaudo. Hay episodios que demuestran cómo las pruebas,
aunque parezca un contrasentido, no se destruyen, por el contrario, se
comparten. Esa es la enseñanza de las fotos y videos sobre las torturas en la
cárcel de Abu Gjraib, en Irak, o sobre las condiciones de los prisioneros en
Guantánamo, que dejan en evidencia al gobierno del señor Bush cada vez que
ensaya un desmentido.
La batalla es por ubicar los archivos, y por abrirlos.
Amnistía Internacional acaba de difundir un informe sobre el desastre de los
archivos españoles que guardan los secretos de la guerra civil y de la
dictadura de Franco. Setenta años después, las autoridades nacionales y
provinciales ponen toda clase de obstáculos para el acceso a esos archivos,
mientras se muestran indolentes en su conservación. Lo mismo en nuestro
continente: algunos archivos han sido abiertos en Argentina y en Brasil, pero
otros, como los referidos al DOPS brasileño y a la SIDE argentina (los aparatos
de inteligencia del Estado) siguen siendo inaccesibles.
A veces hay manos anónimas que aportan la pista o abren las
puertas. La abogada argentina María Elba Martínez, querellante ante la justicia
federal por violaciones a los derechos humanos cometidos en Córdoba por el
Tercer Cuerpo de Ejército, recibió en su estudio, en forma anónima, diez cajas
con miles de negativos de fotos tomadas a prisioneros, que aportan elementos
vitales sobre el movimiento de presos políticos en 1976 y 1977, información que
había sido eliminada de los registros policiales.
La misma información anónima permitió a la ministra de
Defensa, Azucena Berrutti, ubicar en un mueble metálico del cuartel de la calle Dante, donde
antes funcionó una dependencia de inteligencia militar, una cantidad no
determinada de rollos de microfilmaciones que contienen documentación sobre las
actividades del Organismo Coordinador de Actividades Antisubversivas (OCOA),
que centralizó la represión política en los años setenta y ochenta.
¿Por qué no habían sido eliminados esos archivos, tal como
se ha afirmado reiteradamente? Porque el OCOA realizaba acciones conjuntas de
la Armada, la Fuerza
Aérea, el Ejército y la Policía. Y la documentación sobre esas acciones
tenía duplicados oficiales para las dependencias de cada una de las fuerzas,
además de las copias “privadas”. No es por casualidad que cuando la justicia
solicita antecedentes a los organismos de inteligencia, la Policía en muchas
oportunidades aporta los documentos solicitados y Defensa no encuentra nunca un
antecedente. Pero la incautación del material microfilmado por parte de la
ministra confirma que no encontrar documentación no implica necesariamente
demostrar que no existe, en especial si quienes administran esos archivos son
partícipes del compromiso del silencio.
El contenido de las microfilmaciones incautadas es todavía
desconocido para la
sociedad. No se ha brindado información y menos aun se ha
permitido el acceso de investigadores y periodistas. El material fue derivado a
la Presidencia de la
República. Cualquiera sea el uso que se le está dando a esa
documentación rescatada, el mantenimiento del secreto o la reserva prolonga la
intención inicial de quienes la escondían. Es evidente que no toda la
documentación elaborada por los aparatos de inteligencia es cierta por el solo
hecho de ser secreta; y menos aun confiable. Todo ello requiere prudencia a la
hora de la divulgación y un criterio sólido para evaluarla. Pero al menos
podríamos conocer en términos generales a qué se refiere la documentación y qué
episodios de la represión están consignados. En el caso de los rollos
incautados, el silencio es absoluto. Al parecer, sólo unos pocos elegidos están
capacitados para entender y administrar esos secretos.
El criterio impone la sospecha de que la batalla por los
archivos no termina con su ubicación, y que su contenido está resguardado por
múltiples candados. Cualesquiera sean los argumentos, nada invalida un
razonamiento de base: eliminar el secreto de los archivos es pulverizar el
acuerdo mafioso de la
omertà. Mantener el
secreto es mantener la complicidad socializada.
Samuel Blixen, en revista Brecha, Montevideo (13 de abril de 2006)
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