A menos de dos kilómetros de la casa donde vivimos en la Provincia
de Buenos Aires, y a poco más de cuarenta de ambos Palacios de las Leyes, el legislativo
y el judicial, la semana pasada se desencadenó un drama tremendo. Una mujer de
treinta y ocho años de edad, madre desde los veinte y de cinco hijos, con
domicilio en una humilde vivienda cercana a un arroyo pestilente, separada desde hace algo más o menos un año y
medio del que fuera su marido, probablemente desazonada, angustiada, atormentada
y consecuentemente incapacitada para reflexionar, se autoindujo un aborto con
fármacos en el séptimo mes de un embarazo no deseado. Ya lo había intentado
antes, se supo luego.
La información fue difundida por las secciones policiales de
diarios, radios y televisión con sutiles títulos como “Madre asesina a bebé recién nacido”. Se dijo que una hermana la
halló en tal estado de descompensación que la trasladó en un auto de alquiler al
hospital materno infantil cercano donde, percatado el personal médico que la
mujer presentaba indicios de un parto reciente y de gran confusión, informó y
reclamó colaboración de agentes de la policía.
Llegado estos al domicilio encontraron, envuelto en una
frazada y en el cuarto de baño, el cuerpecito de una niña que nacida viva
prematuramente había sido muerta por asfixia y profundas heridas punzantes producidas
con una tijera de costura.
Pobre mujer, pobres sus hijos… Tal cual se propone en
proyectos parlamentarios en varios países, entre ellos Uruguay y Argentina, y
tal se practica en otros, por caso en Cuba, evitarían dramas como el de nuestra
vecina acciones médicas realizadas en el tiempo y las formas adecuadas cada vez
que una mujer manifestara su voluntad en ese sentido.
Modorra
En los días que han pasado me invadieron inesperadas
modorras y hoy descubro lo que me parece es la razón principal: ciertas lecturas.
Se lo dije a mi compañera que ayer me preguntaba qué era lo que me pasaba: es
que me aburre el tratamiento que se hace de los sucesos que ocurren. Esta
mañana me la he pasado trabajando con textos ajenos por encargo de una
editorial, y no me he dormido aun siendo esos textos más inútiles que útiles y
más mal escritos que bien.
Se cuenta que a José Artigas lo acompañaba un negro fiel
compañero de mateadas, de filosas y filosóficas lecturas, de charlas, éxodos y redotas, poeta y músico pero hombre
parco en sus relaciones sociales que invariablemente, cuando le preguntaban por
su identidad, respondía: “Ansina, ansina soy”.
Lo recuerdan calles, plazas, barrios y villas en la
“provincia oriental” de su época. Pero los llamados “motores de búsqueda” no lo
encuentran así nomás a menos que se teclee Joaquín Lencina. Es decir, parece
que desde la irrupción de las “modernas tecnologías de la información y la
comunicación” poco se ha escrito sobre su historia como Ansina. Allí están
Villa Ansina, el barrio Ansina, las esquinas de Ansina y tal o cual, o la
asociación gaucha riverense “Los tizones de Ansina”… pero el propio “Ansina”,
no.
Susana Andrade lo recuerda, ella es líder religiosa y yo
mero agnóstico
http://www.rodelu.net/sandrade/sandrade070.html.
También Gonzalo Abella, que en Artigas,
el resplandor desconocido lo califica un “veterano sabio” http://calameo.com/books/000030851874ae22e148d.
Ansina es, Ansina: me entristecen y me aburren la soberbia,
la hipocresía y la estupidez.
Gervasio Espinosa (30 de marzo de 2012)
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