El Estado debe ser laico, por Jorge Rivas
(Nota de opinión publicada hoy, sábado 30 de marzo de 2012,
en el diario Página/12, por el
diputado nacional por la Confederación Socialista integrante del Bloque Frente
por la Victoria.
Según los mejores diccionarios de la lengua española, laico
significa “independiente de cualquier credo religioso o poder eclesiástico”, o
de “cualquier organización o confesión religiosa”. Un Estado laico, entonces, libre
de todas las religiones, tolera a todas como simples creencias respetables de
los individuos, sin favorecer ni privilegiar a ninguna, en ningún sentido.
De modo que el laicismo resulta una condición necesaria para
la efectiva igualdad ante la ley de todos los ciudadanos y para el ejercicio de
la soberanía por parte del Estado. Esto es así, ya que en un Estado laico no
existe ninguna norma religiosa que pueda ponerse por encima del interés del
conjunto de la población, ni institución alguna que esté por encima de las que
son elegidas por voto universal. En ese sentido podemos decir que un Estado
democrático no puede, sino que debe ser laico.
En los orígenes del Estado argentino, muchos de sus
ideólogos y constructores quisieron imprimirle esa orientación con claridad.
Sin embargo, debieron aceptar las fuertes limitaciones que imponía la
persistencia de la tradición religiosa. La Constitución de 1853 expresó esa
transacción. Así, sancionaba la libertad de cultos, pero imponía la pertenencia
a la fe católica como condición para acceder a la Presidencia, requisito
eliminado recién con la reforma de 1994. Por otra parte, el artículo 2º, aún
vigente, establece que “el Gobierno federal sostiene el culto católico
apostólico romano”.
A partir de la sanción de la Ley Suprema, el Estado
nacional debió esperar treinta años para empezar a avanzar sobre el poder real
que la Iglesia
Católica retenía en ciertos aspectos centrales de la vida
pública. Lo hizo al sancionar, en la década de los [18]80, la educación común,
obligatoria, laica y gratuita, el matrimonio civil y el registro de nacimientos
y defunciones. Hubo para ello que librar duras batallas parlamentarias y saldar
intensos debates en la sociedad civil, sin excluir un conflicto de autoridad
con los representantes locales del papado.
Más adelante, la Iglesia y los dirigentes políticos que
expresaban sus posiciones se opusieron tenazmente al divorcio vincular, para
cuya sanción fue necesario esperar hasta 1985, en una clara demostración de
cómo las creencias dogmáticas de un número de ciudadanos pueden impedir a los
que no las comparten el ejercicio pleno de sus derechos.
Ya durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner
se registraron nuevos pasos adelante, como la muy resonante y trascendental
sanción del matrimonio igualitario, resistido con denuedo por la Iglesia, en
particular por su máxima autoridad en la Argentina, el cardenal Jorge
Bergoglio.
En los tiempos que corren, las sociedades civiles son en
rigor mucho más laicas que los Estados, y en muchos casos están forzando a esos
Estados a corregir muchos de sus vicios confesionales. Volviendo a la
Argentina, si bien las limitaciones a las que nos hemos referido hacen que no
podamos enorgullecernos de que nuestro Estado sea verdaderamente laico, también
debemos señalar que el movimiento de progreso social y de reformas democráticas
que está en marcha y que debemos consolidar y profundizar permite abrigar
esperanzas en ese sentido. Claro que la derogación del ya citado artículo 2º de
la Constitución
Nacional sería un paso necesario.
La tarde del último 13 de marzo nos sorprendió a todos la
noticia de la designación de Bergoglio como el nuevo papa de la Iglesia Católica. Como
buen agnóstico, le deseo mucha suerte en su “misión”, la que supongo debe ser
muy compleja. Y sobre todo tengo la esperanza de que su reinado no se convierta
en un nuevo obstáculo para que nuestro país continúe la marcha iniciada hace
una década, hacia un Estado moderno con menos espacio para el oscurantismo
medieval.
En cualquier caso, aunque la historia de la Iglesia Católica
juegue en contra, estoy seguro de que más allá del ardor papal seguiremos
marchando con paso firme hacia una mayor inclusión social, con expansión de
derechos, de modo que nuestra democracia sea cada día más genuina. Y nuestro
Estado, verdaderamente laico.
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