Guillermo Lamolle es
investigador científico, músico, y compositor. Formado en Ciencias Biológicas,
trabaja en la
Sección Biomatemática de la Facultad de Ciencias de la
Universidad de la
República Oriental del Uruguay (UDELAR), y actualmente realiza un doctorado sobre la
genómica de parásitos unicelulares. Amante del carnaval, es director de la murga La Gran
Siete e integrante de los grupos Los
Mareados y Asamblea Ordinaria,
además de autor de artículos y libros sobre esta celebración popular. El texto
que se reproduce fue originalmente publicado como columna de opinión por el
diario de Montevideo la diaria, hoy, martes 3 de julio
de 2012 <http://ladiaria.com.uy/>.
Se dice que hay que prohibir los carros tirados por caballos porque son
peligrosos. Veamos: un carro es mayormente de madera y desarrolla una velocidad
media entre cinco y diez veces menor que la de un auto, el cual, como agregado,
es de metal (más duro y pesado que la madera). Un accidente fatal en el que
participó un carro levantó gran revuelo en la prensa. Un accidente
fatal en el que participa un auto es algo tan cotidiano que apenas alcanza el
rango de noticia. Otro argumento, que escuché a viva voz y con el tono de quien
dice algo evidente, fue “los caballos contaminan”. De la forma en que fue
dicho, podía sonar hasta verdadero. Era algo así como “los caballos atentan
contra la salud pública al hacer sus necesidades en cualquier lado”. Eliminando
la oratoria, ello significa, justamente, que los caballos contaminan. Perfecto,
ahora entiendo: en una ciudad por la que circulan autos (quemando petróleo) y
caballos, proponemos sacar los caballos porque contaminan. Yo qué sé.
En uno de los proyectos que envió recientemente el Poder Ejecutivo al
Parlamento, se propone la internación compulsiva de quienes, habiendo consumido
drogas o simplemente portándolas, resulten peligrosos para sí mismos o para los
demás. Esto es otra maravilla. Volvamos a comparar con un auto (y aclaro que,
por simplificar, considero “auto” a todo vehículo motorizado): éstos han
demostrado ser mucho más peligrosos, no ya que las drogas, sino que las mismas
armas. La principal causa de muerte de los jóvenes son los accidentes de
tránsito. Me dirán: hay muchos más autos que armas, por eso muere más gente por
esa causa. No. Se calcula que hay entre 1 y 1,2 millones de armas de fuego en
Uruguay, la mitad de las cuales están registradas. Los autos son la mitad, y
sumándole motos, camiones y ómnibus, llegaremos, como mucho, a una cantidad
equivalente a la de armas. Sin embargo, en 2011 murieron 572 personas en
accidentes de tránsito. Para 2012, que viene siendo especialmente violento, se
estiman unos 200 decesos por arma de fuego (sobre un total de algo más de 300
asesinatos, 50 de los cuales estarán vinculados a rapiñas o similares; el resto
se deberá a riñas entre vecinos, violencia doméstica, etcétera). No estoy
contando los suicidios, los cuales se supone que no nos ocurrirán si no
queremos. Cada vez que uno de nosotros sale a la calle tiene una probabilidad
11 veces mayor de morir en un accidente de tránsito que a manos de rapiñeros
armados, por más que éstos consuman pasta base, marihuana o té de marcela. Pero
¿miramos con recelo a los autos? No: a los planchas pastabaseros, ésos que
ahora van a ser internados compulsivamente, llevados a una seccional en un
veloz patrullero que no siempre respeta las señales de tránsito.
¿A qué voy con todo esto? ¿Estoy proponiendo eliminar los autos y
sustituirlos por sulkys con conductores armados y drogados? Se imaginarán que
no. En realidad, no propongo nada: los números son elocuentes. Mi única
intención es remarcar la extrema liviandad de los argumentos que se manejan en
las discusiones públicas. Tal parece que la realidad no importara; sólo ganar
una discusión puntual. Si digo una mentira, y pasa, mejor. Si después alguien
me desmiente, es mi palabra contra la suya, y mi mentira ya surtió efecto. Esto
no es nuevo: algo similar fue señalado por Mario Benedetti en El país de
la cola de paja, más de medio siglo atrás. Pero la costumbre se ha
extendido tanto que hace difícil percibir esa realidad, que aparece borrosa y
deformada tras una copiosa lluvia de datos incorrectos, frases tendenciosas y
verdades parciales. Un pegajoso meta-problema que empantana cualquier intento
de discusión seria, mientras se ve postergada cada vez más la solución a los
males reales que nos aquejan.
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